Los pecados de la Iglesia

Una y otra vez, los medios de comunicación del mundo se hacen eco, con gran despliegue, de determinados delitos cometidos por sacerdotes o de las compensaciones millonarias que las Diócesis deben pagar a las víctimas de éstos. Además, y por si fuera poco, en cualquier conversación con un anticlerical surge la cuestión de la Inquisición o de las Cruzadas y, si el anticlerical es latino, no falta el tema de la masacre organizada por los españoles en América y supuestamente avalada por los misioneros. Parece como si la Iglesia no hubiera cometido, en sus dos mil años de Historia, más que desmanes.

Enseñanza del Magisterio:

“Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación. Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf 1Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación. La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo” (Catecismo. nº 763).

“¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la Reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf Mt 8,25).” (Cardenal Ratzinger. Viacrucis de 2005. Novena estación).

“¡Perdonemos y pidamos perdón! A la vez que alabamos a Dios, que, en su amor misericordioso, ha suscitado en la Iglesia una cosecha maravillosa de santidad, de celo misionero y de entrega total a Cristo y al prójimo, no podemos menos de reconocer las infidelidades al Evangelio que han cometido algunos de nuestros hermanos, especialmente durante el segundo milenio. Pidamos perdón por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por el uso de la violencia que algunos de ellos hicieron al servicio de la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad adoptadas a veces con respecto a los seguidores de otras religiones. Confesemos, con mayor razón, nuestras responsabilidades de cristianos por los males actuales. Frente al ateísmo, a la indiferencia religiosa, al secularismo, al relativismo ético, a las violaciones del derecho a la vida, al desinterés por la pobreza de numerosos países, no podemos menos de preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades. Por la parte que cada uno de nosotros, con sus comportamientos, ha tenido en estos males, contribuyendo a desfigurar el rostro de la Iglesia, pidamos humildemente perdón. Al mismo tiempo que confesamos nuestras culpas, perdonemos las culpas cometidas por los demás contra nosotros. En el curso de la historia los cristianos han sufrido muchas veces atropellos, prepotencias y persecuciones a causa de su fe. Al igual que perdonaron las víctimas de dichos abusos, así también perdonemos nosotros. La Iglesia de hoy y de siempre se siente comprometida a purificar la memoria de esos tristes hechos de todo sentimiento de rencor o venganza. De este modo, el jubileo se transforma para todos en ocasión propicia de profunda conversión al Evangelio. De la acogida del perdón divino brota el compromiso de perdonar a los hermanos y de reconciliación recíproca”. (Juan Pablo II, homilía en la Misa de la Jornada del Perdón. 12 de marzo de 2000).

“Creemos que la Iglesia es santa, pero en ella hay hombres pecadores. Es necesario rechazar el deseo de identificarse solo con aquellos que no tienen pecado. ¿Cómo podría la Iglesia excluir de sus filas a los pecadores? Es por la salvación de ellos que Jesús se ha encarnado, ha muerto y resucitado. Es necesario aprender a vivir con sinceridad la penitencia cristiana”. (Benedicto XVI, 26 de mayo de 2006).

Argumentación:

La Iglesia no oculta el pecado de sus miembros, de todos sus miembros a excepción de su fundador –Jesucristo- y de su Madre –la Santísima Virgen María-. Nunca lo ha hecho. Nunca ha pretendido ser una institución formada por “perfectos” y abierta sólo a “perfectos”. De hecho, calificó de herejes a los que eso buscaban –los cátaros-. Por lo tanto, lo primero que tenemos que decir es que, efectivamente, la Iglesia está constituida por pecadores y que eso precisamente hace posible que los que se consideran a sí mismos pecadores tengan cabida en ella.

Eso no significa que la Iglesia sea pecadora. La Iglesia es santa, aunque muchos de sus miembros sean pecadores. Es santa en su cabeza, Cristo. Es santa en María. Es santa en los miles y miles de santos que, aun habiendo sido pecadores, se convirtieron y gozan ya de la visión de Dios en el Cielo –la Iglesia triunfante, que es una parte importantísima de la Iglesia-. Es santa también en aquellos que aún peregrinan en la tierra y están luchando para ser mejores, levantándose cada vez que caen, tanto si esas caídas son pequeñas o grandes –la Iglesia militante, formada por todos los católicos vivos-. Por eso no es correcto decir que la Iglesia es santa y pecadora a la vez. La Iglesia sólo es santa, aunque muchos de sus miembros sean pecadores. El no ocultar la realidad del pecado dentro de la Iglesia no la convierte a esta en pecadora. Sería tal si ella, como institución, estuviera promoviendo el pecado, amparando el pecado, justificando el pecado; en ese caso se habría convertido en un instrumento de pecado y sí sería pecadora. Pero si eso ocurriera habría dejado de ser la Iglesia de Jesucristo.

La Iglesia, por lo tanto, no comete pecados. Algunos –o muchos- de sus miembros sí los cometen. Y no es lo mismo una cosa que otra. Además, no es coincidencia que el aluvión de acusaciones contra la Iglesia se deba, precisamente, a que se niega a convertirse en un “instrumento de pecado”. Porque no quiere ser esto es por lo que la acusan de pecadora y airean los pecados de sus miembros. Por ejemplo, porque la Iglesia no acepta la homosexualidad como algo normal y por lo tanto legítimo, es por lo que se publican los pecados de homosexualidad de algunos sacerdotes. Si la Iglesia diera por buenos pecados como el aborto, el matrimonio de los divorciados, la manipulación genética de seres humanos, el uso revolucionario de la violencia terrorista, etc, se acabaría la presión contra ella. Pero si así lo hiciera habría dejado de ser “santa”, porque se habría convertido en una institución que justifica el mal, que bendice el mal. Por lo tanto, mientras ella condene el pecado, seguirá siendo santa, como lo es su cabeza, Jesucristo. Sólo cuando bendiga ese pecado dejará de serlo. Y los pecados de sus miembros, por muchos y graves que sean, no afectan ni afectarán a su santidad.

Según esto, cuando alguien acusa a la Iglesia de ser pecadora, debemos rechazarlo tajantemente. No lo es, ante todo, por la santidad de Cristo y de muchos de sus miembros. Pero, además, no lo es porque ella como institución creada por Cristo está al servicio de la santidad y en permanente lucha contra el pecado. Hay que ayudar a los que atacan a la Iglesia a que se den cuenta precisamente de este detalle: que los ataques y los insultos contra ella se deben no a que haya miembros de la misma que son pecadores, sino a que ella no quiere llamar bueno a lo que es malo, santo a lo que es pecado. Precisamente porque se niega a eso, a pesar de la enorme presión que recibe, es por lo que la Iglesia es santa. Curiosamente, los que la llaman pecadora dejarían de hacerlo si realmente lo fuera; porque no lo es, porque está al servicio del bien y no del mal, es por lo que la acusan de serlo.

Otro aspecto que hay que destacar es el de la apertura de la Iglesia a los pecadores. Los que dicen que la Iglesia está llena de ellos deben considerarse a sí mismos perfectos, pues si fueran conscientes de que ellos también son pecadores no sentirían tanta aversión hacia el hecho de que en una institución tengan cabida personas con defectos. La Iglesia, que ha sido tajante con el pecado, nunca ha expulsado de su seno a los pecadores. Por el contrario, los ha acogido con amor de Madre, como el propio Cristo hizo. Lo que no ha hecho ha sido justificar su pecado, bendecirlo. Continuamente suenan en los oídos de los católicos las palabras de Cristo a la adúltera: “Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más” (Jn 8, 11). Esta actitud de la Iglesia no debe ser vista como un gesto de complicidad con el pecado, sino como una mano extendida al pecador para que se levante de su postración, para que emprenda el camino de la conversión, confiando ante todo en la fuerza de la gracia, en la misericordia divina.

Por último, no hay que dejar de destacar, ante el que acusa a la Iglesia de pecadora, las casi infinitas obras buenas que la Iglesia como institución y sus miembros han llevado a cabo, tanto en el presente como en el pasado. Sólo una ceguera voluntaria puede dejar de ver esto. Ahí están los monumentos artísticos de distinto tipo, la contribución a la civilización y, muy especialmente, las ingentes obras de caridad, así como la defensa de los derechos de los más débiles. Curiosamente, es porque la Iglesia se obstina en hacer el bien defendiendo a los que nadie defiende –como es el caso de los niños no nacidos-, por lo que es tan atacada. Aunque eso no es nuevo. Por lo mismo la atacó Hitler, la atacó Stalin y la han atacado los distintos tiranos y asesinos de la historia. Lo han hecho no sólo matando a millones de sus hijos, los mártires, sino ensuciando su nombre y pretendiendo confundir a base de calumnias a los hombres, para que aquella que es santa apareciera como pecadora, precisamente porque se obstina en ser fiel a Jesucristo, en ser instrumento de santificación en lugar de instrumento de pecado.