Continuamos en esta lección con la exposición del concepto de pecado. Si ya habíamos visto qué era pecado en el Antiguo Testamento y en los cuatro evangelistas, ahora comenzaremos por San Pablo para entrar luego en la visión que la Iglesia ha tenido desde entonces. San Agustín, Santo Tomás de Aquino, el Concilio de Trento y “Reconciliación y penitencia” son los grandes eslabones. |
San Pablo fue, de todos los autores neotestamentarios, el que con más detenimiento se ha fijado en el concepto de pecado. Fija su origen en Adán (Rom 5, 12) y subraya la importancia del demonio (Cor 2, 11; 11, 3; 1 Tes 3, 5), así como que todos somos pecadores (Rom 3, 10; Ef 2, 3). Ahora bien, si en Adán hemos pecado todos, también todos hemos sido liberados en Cristo (Rom 6, 1-14; 1 Cor 15, 21-22). Esta misma idea aparece en Hebr 2, 17. Otra aportación importante de Pablo son los catálogos de pecados. Los biblistas han detectado en sus cartas hasta quince, dos de las cuales recogen también las virtudes contrarias (Gal 5, 19-23; Ef 4, 31-32). San Pablo exige a los cristianos una renuncia absoluta del pecado (Rom 6), aunque reconoce que hay pecados de distinta gravedad (1 Cor 8, 11; Rom 14, 23). En definitiva, San Pablo, como exponente de la primera comunidad cristiana que no ha conocido directamente a Jesucristo y que ha meditado ya sobre lo que cuentan del Señor los que sí le conocieron, reflexiona sobre el mensaje de Jesús y extrae unas conclusiones que llevan a destacar más tanto la existencia del pecado como la de la gracia y, sobre todo, la misión redentora de Jesucristo. Después de San Pablo aparecen los grandes teólogos que son conocidos como Padres de la Iglesia. Aun siendo muy diferentes entre sí, todos analizan el tema y destacan las malas consecuencias que para el individuo y la comunidad tiene el pecado. Poco a poco se va formulando la distinción entre los pecados. Concretamente, los Padres Apostólicos -los discípulos directos de los Apóstoles- enuncian, en la línea de San Pablo, catálogos de pecados, listas que se repiten en los Apologistas del siglo II, los cuales comparan la nueva vida de los bautizados frente a la corrupción de los paganos. A la vez, destacan que es Cristo quien nos ha salvado y, por lo tanto, los que no creen en Él se condenarán. Desde el principio, también siguiendo a San Pablo, se insiste en la doctrina del pecado original, del cual derivan los demás pecados. Los grandes Padres del siglo III (Clemente de Alejandría, Orígenes, Tertuliano, San Cipriano y San Ireneo) destacan la acción redentora de Cristo, pero insisten en la penitencia pública, cuyo rigorismo frena en buena medida la vida moral de los bautizados.
En el siglo IV son importantes San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, San Ambrosio y muy especialmente San Agustín. En este periodo cobra fuerza la doctrina acerca de del pecado que viola las exigencias de la ley eterna y de la ley natural. También se distingue netamente el pecado mortal del venial y se condenan duramente las injusticias sociales, lo cual da origen a numerosos sermones exhortando a la justa distribución de los bienes. Todas estas enseñanzas se van a repetir en los siglos posteriores con pocas innovaciones, hasta que llegamos a Santo Tomás de Aquino, el gran sistematizador de la doctrina teológica en torno al pecado. En la Suma Teológica dedica al tema 19 cuestiones y 108 artículos. En ellos define la naturaleza del pecado, la distinción de los pecados y su comparación, el sujeto del pecado, sus causas y sus efectos. A las virtudes le dedica 15 cuestiones y las estudia antes que el pecado. La influencia de Santo Tomás fue tan grande que la teología posterior ha repetido sus definiciones y divisiones, aplicando también este esquema a las virtudes. En cuanto al Magisterio de la Iglesia -el Papa y los Concilios-, sus intervenciones han sido muy numerosas, empezando por la carta que el Papa San Clemente Romano escribió a los cristianos de Corinto. El Concilio XVI de Cartago (año 418) se enfrentó con los errores pelagianos en torno al pecado original, los pecados personales y la relación gracia-pecado. El Papa Inocencio III (año 1201) especificó los efectos del Bautismo y distinguió claramente entre pecado original y pecados personales. El IV Concilio de Letrán (año 1215) determinó la obligación de confesarse al menos una vez al año. El Papa León X (año 1520) condenó diversos errores de Lutero en relación al modo de obtener el perdón. El Concilio de Trento (años 1547-1551) dedicó diversas sesiones a cuestiones fundamentales para la teología del pecado, la conversión y la confesión sacramental; expuso definitivamente la doctrina en torno al pecado original y a la justificación; subrayó la distinción entre pecado mortal y venial e introdujo la distinción específica y numérica de los pecados en orden a la confesión sacramental. Después de Trento, la teología moral repitió constantemente hasta épocas muy recientes las enseñanzas de ese Concilio. Hay que esperar a la “Humani generis” de Pío XII (año 1950) para encontrar un documento magisterial dedicado específicamente al tema, en este caso para alertar contra la tendencia a desfigurar el pecado original y, en consecuencia, el pecado personal. Desde ese momento han sido muy frecuentes los documentos del Magisterio advirtiendo acerca del deterioro moral de la vida cristiana y de la pérdida del sentido del pecado que afecta a grandes sectores de la sociedad actual. Uno de los grandes documentos sobre este tema fue la Exhortación Apostólica “Reconciliación y penitencia” de Juan Pablo II (año 1984). En ella se resume la doctrina católica sobre el pecado, a la vez que se sale al paso de algunos errores teológicos actuales. Entre otras cosas, se denuncia la cuádruple ruptura que el pecado provoca en el hombre: con Dios, consigo mismo, con los demás y con la naturaleza. se expone de nuevo el origen del pecado y sus efectos: con cada pecado se repite la desobediencia primera que conlleva la ruptura con Dios y su exclusión de la sociedad. “Reconciliación y penitencia” constata que la cultura actual padece una pérdida progresiva del sentido del pecado y enumera una serie de causas que motivan esta situación. También se detiene en la distinción entre pecado personal y social. Subraya la división entre pecado mortal y venial, pero rechaza la división entre mortal, grave y venial. Hace una reinterpretación de lo que es válido en la teoría de la “opción fundamental”. Después de este importante documento, el Magisterio de la Iglesia ha elaborado otros dos de un extraordinario valor, ambos en el pontificado de Juan Pablo II: El Catecismo y la encíclica “Veritatis splendor”. Los dos hacen continuas alusiones a “Reconciliación y penitencia”. El Catecismo expone una enseñanza sistemática sobre el pecado (números 1846-1876), mientras que la encíclica toca temas puntuales, saliendo de nuevo al paso de algunos errores morales que, por su importancia, veremos en el capítulo siguiente.
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