Pecado y conversión (III)

Para terminar este capítulo dedicado al tema del pecado y la conversión, exponemos en esta lección algunos de los errores teológicos existentes en la actualidad sobre la cuestión. Vamos a seguir el desarrollo que hace la encíclica “Veritatis splendor” de Juan Pablo II, verdadero hito en la historia de la Teología Moral por su claridad y profundidad.

El primero de los errores actuales que señala la encíclica “Veritatis splendor” es la distinción entre actos “morales” y “pre-morales”. El Magisterio de la Iglesia niega esa distinción. Esta distinción es propuesta por algunos moralistas con el fin de justificar una autonomía de la libertad y de la conciencia frente a una concepción excesivamente rigorista de la normativa moral cristiana. La “Veritatis splendor” denuncia este error y afirma: “Queriendo mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica entre un orden ético -que tendría origen humano y valor solamente mundano- y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar con las determinaciones normativas verdaderamente objetivas, es decir, adecuadas a la situación histórica concreta” (nº 37). El primer nivel del “orden ético”, señalaría los llamados “valores pre-morales”, mientras que el segundo constituiría los “valores morales” propiamente dichos. Así, por ejemplo, algunos de los actos cometidos en el cuerpo humano no merecerían la categoría de pecado, dado que son “actos físicos” y por ellos representan tan sólo valores pre-morales.
En definitiva, este error moral pretende separar algunas zonas del comportamiento humano -como todo lo que tenga que ver con el cuerpo- de otras, para quitarle a las primeras la categoría moral y, por lo tanto, para justificar lo que se pueda hacer con ellas porque no estarían revestidos esos actos de contenido ético. Volviendo al ejemplo utilizado, con el cuerpo se podría hacer cualquier cosa y nada sería pecado. Juan Pablo II denunció este error, porque rompía con una idea fundamental de la antropología: la unidad radical entre cuerpo y alma, pues los que defienden esa tesis lo que afirman, en el fondo, es que sólo se puede pecar con el alma pero nunca con el cuerpo.
Otro error denunciado en la “Veritatis splendor” es la distinción entre dos categorías de pecados mortales, uno al que se seguiría llamando mortal y otro, de rango menor e intermedio entre éste y el venial, al que se llamaría “pecado grave”, pero que no rompería la unión con Dios y no imposibilitaría para la comunión. Según este error denunciado por Juan Pablo II en su encíclica, habría tres tipos de pcados y no dos como hasta ahora: leve o venial, grave y mortal. Juan Pablo II afirma en la encíclica: “Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que viene realizado a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se le puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido -añaden- es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Cristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la ‘materia’ misma de sus actos” (nº 69).
Lo que el Papa advierte y denuncia es que, con esta distinción, desaparecen en la práctica los pecados mortales, pues para eso haría falta no sólo cometer un acto objetivamente grave, sino tener la intención de romper con Dios. El acto en sí mismo no es suficiente si falta esa intención. Juan Pablo II recuerda en la “Veritatis splendor” que la doctrina de la Iglesia establece con toda claridad que son los actos los que expresan las intenciones y que por el camino de rebajar la gravedad de los actos sólo se llega a una banalización del comportamiento humano, según la cual todo el mundo puede hacer lo que quiera con tal de que en el fondo no tenga ganas de herir a Dios. A Dios se le hiere, y gravemente, cuando se hace daño al hermano, al margen de las ganas o no que se tengan de romper con el Señor.

Otro de los errores que la “Veritatis splendor” denuncia es el de la negación de la existencia de actos intrínsecamente malos. Como ya se vio en lecciones anteriores, algunos teólogos consideran que la moralidad de los actos se debe decidir no por el acto en sí, sino sobre todo por el fin con que se hace el acto y por las circunstancias que lo rodean. Teniendo en cuenta esto, concluyen esos teólogos, es muy difícil que se den actos que sean malos en sí mismos. Para estos teólogos, cuyas teorías son condenadas por la Iglesia, la conciencia está por encima de la norma objetiva, la ley natural no tiene vigencia ya y, por lo mismo, tampoco tiene vigencia una ley ética objetiva y universal.

A esta peligrosa teoría respondió Juan Pablo II en la encíclica con serias afirmaciones de rechazo: “Los preceptos morales negativos, es decir, aquellos que prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima, no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la ‘creatividad’ de algunas determinaciones contrarias” (nº 67). “La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la Sagrada Escritura. El Apóstol Pablo afirma: ‘¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces entrarán en el Reino de Dios’. Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos ‘irremediablemente’ malos por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona” (nº 81).

“En la existencia de los actos intrínsecamente malos se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello” (nº 83). “Ante normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie” (nº 96).

El último de los errores a destacar, es el de la acusación que se hace al Magisterio de caer en un rigorismo moral. Para Juan Pablo II no hay ninguna duda acerca de la misericordia divina, que sobrepasa todo límite en perdonar al hombre y reconocer su debilidad: “En este contexto 8la muerte redentora de Jesús) se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias” (nº 104).

Dios siempre está dispuesto a perdonar al pecador que se arrepiente. Jamás la Iglesia ha puesto esto en duda. Lo que sucede es que hoy la cuestión está planteada en otros términos y se pretende no que Dios perdone al pecador, sino que el pecador no tenga nada de qué pedir perdón porque cree que el pecado que comete no es tal pecado.