La amenaza terrorista ha puesto al mundo al borde del colapso, como no se conocía desde los tiempos de la “guerra fría”, cuando las dos superpotencias se armaban en una desenfrenada carrera para ver quién podía destruir antes al enemigo. Pero también ha servido para reavivar el debate sobre el uso de la violencia, la legitimidad de la guerra, el alcance del pacifismo y el compromiso de los cristianos con la paz.
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El terrorismo no es una novedad. El mundo lleva muchos años padeciendo esa plaga, de una u otra manera. Mientras que para unos es una forma legítima de violencia revolucionaria, la única que les quedaría a los pueblos oprimidos por las naciones poderosas, para otros es la peor de las violencias, pues va dirigida contra la población civil inocente, rompiendo así todas las normas de la guerra, si es que en la guerra se puede hablar de normas.
La amenaza terrorista ha ido evolucionando para convertirse en un terrorismo de Estado, más o menos encubierto, como el que puede poner en marcha Irán o el que lleva a cabo Al Quaeda, aunque este grupo islámico no tenga una base territorial con características estatales. El peligro es enorme, no sólo por los ataques de los terroristas, sino por la réplica que pueden dar los países afectados por esos ataques. Recientemente, nada menos que el presidente de Francia dejó claro que su país estaba dispuesto a usar incluso las armas nucleares para defenderse de esa violencia. Si Irán persiste en sus amenazas y en recorrer el camino de la energía atómica, podríamos estar ante un escenario apocalíptico debido a la respuesta que Israel daría a los que la amenazan y a la reacción que esta respuesta -posiblemente atómica- tendría entre las masas musulmanas y entre sus gobernantes. Cuando escribo este artículo, la embajada de Dinamarca en Beirut está ardiendo y ayer fueron quemadas las de ese mismo país, Noruega, Suecia y Finlandia en Damasco. Y todo por la publicación de unas caricaturas de Mahoma. ¿Qué ocurriría si estallase una guerra con Irán del mismo calibre que la de Irak?.
Ante estas graves amenazas resurge con fuerza el movimiento pacifista, que predica el desarme y la no violencia a ultranza. Pero ¿es el pacifismo una respuesta adecuada?. La actitud de muchos pacifistas en el pasado reciente, similar a la de muchos ecologistas, ha desacreditado el conjunto del movimiento. No son pocos los que lo miran con recelo, como un instrumento en manos de la extrema izquierda que se utiliza sólo cuando conviene a sus intereses partidistas y que, por otro lado, no emplea precisamente medios pacíficos en sus manifestaciones. En la memoria de todos está el rechazo al ingreso en la OTAN expresado por los pacifistas españoles con tanta virulencia mientras gobernaba la UCD, que se cambió rápidamente a una aceptación de ese mismo ingreso cuando empezó a gobernar el PSOE. O, por ejemplo, las grandes manifestaciones contra la colaboración española -de carácter humanitario- en la guerra de Irak y el silencio que se produjo cuando se supo que, ya con el gobierno socialista, se había participado en unas maniobras navales militares. Estos casos son dos ejemplos caseros, de los muchos que pueden servir para desacreditar a las organizaciones pacifistas. Otros, de carácter internacional, los encontramos cada vez que hay un gran encuentro mundial del tipo que sea. Allí aparecen los miembros de esas organizaciones convertidos en guerrilleros urbanos extraordinariamente violentos.
El pacifismo, pues, no parece la respuesta adecuada a la grave situación que vive el mundo, al menos para un cristiano. Convendrá, por lo tanto, dirigir la mirada a lo que enseña la Iglesia en el Catecismo para encontrar el camino justo. El tema es tratado en el contexto del quinto mandamiento: “no matarás”. Primero se hace una presentación de lo que se considera por “paz”, de la cual se dice que “no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad” (n° 2304). Después se insiste en la necesidad de evitar la guerra, deber que compete a “todo ciudadano y todo gobernante”. Pero, a continuación se dan las claves para discernir cuándo una guerra es justa y, por lo tanto, aceptable por un cristiano: “Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa” (n° 2308). “Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez: -Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de naciones sea duradero, grave y cierto. -Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces. -Que se reúnan las condiciones serias de éxito. -Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición” (n° 2309). A continuación el Catecismo dedica unas palabras de apoyo a los militares, que son presentados como servidores de la paz: “Los que se dedican al servicio de la patria en la vida militar, son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la nación y al mantenimiento de la paz” (n° 2310). Por desgracia, el terrorismo merece sólo una alusión de pasada en el Catecismo, prueba de que en ese momento no tenía la extensión ni la gravedad que ha adquirido después: “El terrorismo que amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente contrario a la justicia y a la caridad” (n° 2297).
Hay que buscar en el abundante y magnífico magisterio de Juan Pablo II para encontrar alusiones más directas al terrorismo y enseñanzas que indican al católico qué hacer en estas situaciones. Por ejemplo, en el mensaje para la jornada mundial de la paz de 2002, escrito poco después de los atentados de las torres gemelas de Nueva York, afirmaba: “Aquel día se cometió un crimen de terrible gravedad: en pocos minutos, millares de personas inocentes, de diverso origen étnico, fueron horrendamente asesinados. Desde entonces, todo el mundo ha tomado conciencia con nueva intensidad de la vulnerabilidad personal y ha comenzado a mirar el futuro con un sentimiento profundo de miedo, hasta ahora desconocido”. Más adelante añadía: “En estos últimos años, especialmente después de la guerra fría, el terrorismo se ha transformado en una sofisticada red de connivencias políticas, técnicas y económicas, que supera los confines nacionales y se expande hasta abarcar todo el mundo. Se trata de verdaderas organizaciones, dotadas a menudo de ingentes recursos financieros, que planifican estrategias a gran escala, agrediendo a personas inocentes y sin implicación alguna en las perspectivas pretendidas por los terroristas…
Existe, por tanto, un derecho a defenderse del terrorismo. Es un derecho que, como cualquier otro, debe atenerse a reglas morales y jurídicas, tanto en la elección de los objetivos como de los medios… No obstante, es preciso afirmar con claridad que las injusticias existentes en el mundo nunca pueden usarse como pretexto para justificar los atentados terroristas”.
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