Biblia y Magisterio de la Iglesia

La relación entre Biblia y Magisterio es fundamental tanto para la correcta interpretación bíblica como para la fundamentación teológica de lo que el Magisterio enseña y del misma Magisterio en sí, en cuanto a su capacidad de enseñar con autoridad. El “sólo Escritura” de Lucero encierra, en el fondo, una contradicción: la misma Escritura remite al Magisterio para ser interpretada.

En realidad, las relaciones entre la Biblia y el Magisterio de la Iglesia no dan lugar a un principio autónomo de interpretación bíblica, sino que son como un resumen o conclusión de lo que se ha dicho hasta ahora sobre los criterios correctos de interpretación bíblica.
            Del principio básico acerca de la doble naturaleza divina y humana de la Sagrada Escritura, hemos deducido el principio de la unidad interpretativa de la Biblia por el intérprete católico: interpretar la Escritura lleva consigo aceptar esta específica cualidad de la Escritura –la de ser humana y divina a la vez-, lo cual le obliga, por ser humana, a tomar en serio todos los métodos de investigación exegética científica; pero también le exige la lectura de la Biblia “en el Espíritu”, lo cual en el fondo supone leerla en el ámbito en que tenemos garantía de la actuación del Espíritu, es decir, en la Iglesia.
            Teniendo en cuenta esto, podemos precisar cuáles son las relaciones entre Biblia y Magisterio. Nos orienta en esta tarea el mismo Concilio Vaticano II: “La Tradición y la Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, en pueblo cristiano entero en comunión con sus pastores persevera siempre en la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (Hch 2,42), y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida. El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido , pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente , lo explica fielmente; y de este único depósito de fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído. Así pues, la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados entre sí, de manera que ninguno puede subsistir sin los otros; y así los tres conjuntamente, si bien cada uno según su modo específico, contribuyen eficazmente bajo la acción del único Espíritu a la salvación de las almas” (Dei Verbum 10).
            La primera novedad de este texto es la afirmación neta de que la Escritura ha sido entregada a toda la Iglesia, a todo el pueblo de Dios (por tanto, sin excluir a la jerarquía). Se trata, pues, de una formulación de lo que ya se ha expresado con otras palabras: la Iglesia es el lugar por excelencia de la acogida y comprensión de la Escritura y de la Tradición.
            El oficio del Magisterio de la Iglesia viene exigido por la naturaleza jerárquica de ésta, pues “para que el Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, entregándoles su propio cargo de Magisterio” (Dei Verbum 7b). Se expresa aquí el principio de la sucesión apostólica, unido al de la tradición apostólica desde los comienzos de la Iglesia.
            Su tarea no consiste en sustituir a la Escritura, ni en colocarse sobre ella, sino en interpretarla auténticamente. En realidad, el Magisterio de la Iglesia está sujeto a la Palabra de Dios manifestada en la Escritura, la cual es su norma definitiva, “norma normans non normata” (norma de las normas, no normada). Por eso debe ponerse a la escucha de la Palabra, custodiarla celosamente y explicarla con fidelidad, todo lo cual hace con la asistencia del Espíritu Santo. Este es el servicio básico del Magisterio a la Palabra de Dios, un servicio que le compete exclusivamente por participar como sucesores de los apóstoles de la autoridad de Cristo y, por ello mismo, del poder de enseñar en nombre de Cristo. Este enseñar en nombre de Cristo es lo que hace que la interpretación que el Magisterio de la Iglesia realiza de la Escritura sea auténtica, y que su interpretación sea norma próxima obligatoria para toda la comunidad eclesial, incluidos, por supuesto, los exegetas.
            El Magisterio de la Iglesia ejerce su servicio de interpretación auténtica de la Escritura de muy diversas formas. La más genérica es cuando propone dogmáticamente la verdad de fe, aunque no cite explícitamente la Escritura. En este caso, el exegeta debe tener en cuenta la fe de la Iglesia, auténticamente expuesta, en el sentido en que debe tener en cuenta la analogía de la fe.
            A veces, muy pocas, el Magisterio incluye la interpretación de un texto bíblico en una definición dogmática. En este caso, esa interpretación, que siempre se refiere al sentido del texto bíblico y no necesariamente a la intención del autor, no agota el sentido del texto, que puede seguir siendo estudiado por el exegeta.
            En otros casos, el Magisterio solemne hace referencia explícitas a textos bíblicos, si bien éstos no quedan incluidos en la definición dogmática. Sin definir el sentido preciso del texto bíblico, se señala una orientación de él que la mera interpretación exegética no podría descubrir.
            Finalmente, con mucha frecuencia, el Magisterio ordinario de la Iglesia recurre a los más variados textos bíblicos para fundamentar e ilustrar su exposición. En este caso se trata de una orientación interpretativa que debe juzgarse con mucha mayor sobriedad, pero que normalmente es punto de encuentro y confluencia de muchos y diversos esfuerzos interpretativos que se hacen en la Iglesia.
            En todos los casos anteriormente expuestos, el intérprete católico de la Escritura acoge las orientaciones del Magisterio de la Iglesia, cada una según su peculiar cualidad, no como una imposición externa y contraria al trabajo científico, sino como quien sabe que la Escritura ha sido encomendada a la Iglesia, de la que forma parte y en la que trabaja como una misión y un carisma específicos.
            Pero no solamente escucha al Magisterio de la Iglesia, sino que debe ponerse también a la escucha de todo el pueblo de Dios, que es el depositario de la Palabra revelada, según hemos dicho. En este sentido, el exegeta debe también estar atento a las reacciones de la comunidad ante su trabajo, lo cual se realiza de un modo concreto cuando el exegeta escribe o habla en tono de alta divulgación, tarea ésta de la que parece no debe prescindirse, en cuanto que supone un sometimiento directo del trabajo exegético a la verificación de la comunidad y al juicio de la Iglesia. Además, el exegeta contribuye positivamente al crecimiento de la comprensión de la Escritura por medio de su estudio y contemplación, ayuda a madurar el juicio de la Iglesia y a porta a ésta una ayuda inestimable para conocer la Palabra de Dios.