El libro del Éxodo (III)

Después de las plagas, sobre todo tras la última de ellas, que supuso la muerte de los primogénitos de los egipcios, el faraón accedió a dejar marchar al pueblo de Israel. No tardó en arrepentirse y envió a sus tropas contra los fugitivos. En ese contexto tuvo lugar el paso milagroso por el mar Rojo -el mar de los juncos-, al que sucedió el largo peregrinar por el desierto.

Cuando aún estaba dilucidándose la suerte del pueblo de Israel, mientras se llevaba a cabo la última de las plagas, los israelitas se recogían en sus casas y se preparaban para la partida. Habían rociado sus puertas con la sangre del cordero ofrecido en sacrificio, que les libraría del castigo del ángel exterminador, símbolo del castigo que merecen los pecados. Después, con todo preparado como el que tiene que salir a toda prisa de viaje huyendo de la amenaza, celebraron la cena pascual, consumiendo el mismo cordero ofrecido en sacrificio. Esta cena posiblemente tenía antecedentes en las costumbres de los pastores, que llevaban a cabo algo semejante poco antes de iniciar la trashumancia, al comienzo de la primavera, en busca de nuevos pastos. La hora en que se hacía era la del crepúsculo de la primea luna llena. Los israelitas unen esta tradición con la suya propia y por eso celebraban la cena pascual el atardecer del viernes -el sábado ya para los judíos- más próximo a la primera luna llena de primavera. Como en esa fecha, siglos después, fue muerto Cristo, por eso el Viernes Santo es siempre el viernes más cercano a la primera luna llena de primavera, con independencia del día del mes en que caiga.
Con este sacrificio del cordero y con la cena siguiente, se cumplía la orden de Yahvé y se conseguían los beneficios por él prometidos: el ángel exterminador pasaría de largo por las casas de los israelitas sin causar daños. La palabra “pascua” significa precisamente “pasar de largo” o también “preservar, proteger, librar”. Sin en la tradición de los pastores seminómadas, el sacrificio y la cena se hacían para implorar la protección de Dios antes de salir en busca de nuevos pastos, ahora el significado se amplía y los israelitas lo celebran sabiendo que al hacerlo Yahvé les va a proteger y les va a conducir a otros “nuevos pastos”, a otra tierra, la tierra prometida, en la que podrán vivir con paz.
Tras la última plaga, el faraón se convence de que Dios está con Israel y no sólo les deja partir sino que les insta a que se vayan para verse libres de ellos. Esta prisa es la que hace que se deban llevar el pan sin fermentar -pan ácimo-, pues no tuvieron tiempo para que la levadura pudiera hacer su trabajo. Es también este contexto de prisa, de deseo de que los que han causado tanto mal se vayan lo antes posible, lo que explica que los israelitas pudieran conseguir de los egipcios la plata, el oro y los vestidos. Se produce algo así como un “llévate lo que quieras pero vete cuanto antes”.
Después de esto, comenzó el éxodo, la peregrinación por el desierto en busca de la tierra prometida. Este éxodo tuvo una primera etapa que llevó al pueblo de Israel hasta el “mar de los juncos”, que posiblemente no es el mar Rojo. El junco o papiro crece en las marismas del norte del Delta y no en el golfo de Suez. Posiblemente sería por ahí por donde se produciría la huida de Egipto. Al margen de por donde se cruzó el mar y se entró en la península del Sinaí, lo que está claro es que los israelitas experimentan durante todo el itinerario la presencia protectora de Dios. Una manifestación de esa presencia es la columna de nube y fuego que les protegía de día y de noche.
El pueblo necesitaba esa protección divina, pues el faraón, repuesto ya de la fortísima impresión producida por la última plaga -la que acabó con los primogénitos- se dio cuenta de que con la huida de los israelitas perdía una valiosa mano de obra. Revocó entonces el permiso y envió tras ellos al ejército para hacerles volver. El faraón estaba seguro de su fuerza y de la inevitable derrota de Israel. Los tenía atrapados con el mar a sus espaldas y sin poderlo cruzar. Con lo único que no contaba era con la fuerza de Dios, que no estaba dispuesto a abandonar a su suerte al pueblo que él se había elegido y al que había ayudado a liberar. Esta es, pues, la interpretación que hace el Éxodo de lo sucedido: Dios interviene en la historia del pueblo cuando éste le pide ayuda y lo necesita. Pero para que Dios pueda actuar, el pueblo tiene que confiar en él, tiene que ser capaz de vencer el miedo, de ir más allá -mediante la fe- de lo que le dice su razón; ésta afirma que la derrota a manos del poderoso ejército egipcio es inevitable; pero por encima de la razón está la fe en el poder de Dios y en la protección de Dios.
Sin embargo, no todos en Israel tienen esa fe en Dios. Por eso murmuran contra Moisés -las murmuraciones no van a cesar en todo el relato del Éxodo y se convertirán en la pesadilla de Moisés-. Por eso este grupo muestra su deseo de pactar con el faraón, de rendirse y de volver a la seguridad de la esclavitud antes que afrontar la muerte por la espada o por la sed en el desierto. Moisés rechaza esta pretensión y asegura al pueblo que Yahvé va a combatir por él “sin que vosotros tengáis que hacer nada” (14,14).
Lo que viene a continuación confirma esta promesa: Moisés levanta su bastón, extiende su mano y divide el mar para que el pueblo pueda pasar y escapar a la persecución egipcia. Pero con ello no estaba todo hecho, pues los egipcios se obstinan en seguir tras los israelitas y se introducen en el mar, que se cierra sobre ellos ante una nueva orden de Moisés. Los cadáveres de los egipcios se convertirán en testigos muchos pero elocuentes del poder de Dios. Todo ello sirve para que, por fin, el pueblo de Israel crea en Yahvé y también en Moisés como intermediario entre Dios y el pueblo. Será la obediencia a este intermediario la que garantice al pueblo la protección de Dios, pues Yahvé va a hablar al pueblo sólo a través de él y será mediante Moisés como el pueblo sabrá cuál es la voluntad de Dios sobre él.

Con todo lo ocurrido -las plagas de Egipto, especialmente la última; el permiso para salir llevándose sus bienes y su ganado; la protección de Dios mediante la columna de fuego y la nube; el paso milagroso por el “mar de los juncos” y el exterminio del ejército perseguidor- Israel tenía más que de sobra motivos para creer en la protección de Dios y en la mediación de Moisés. Pero no fue así. El Éxodo narra, a continuación, la reanudación de las murmuraciones en cuanto surgen los problemas. Estos no tardan en aparecer: a los tres días de peregrinación por el desierto llegan a Mará y allí encuentran agua, pero no es potable debido a su amargor. La gente se queja contra Yahvé y contra Moisés y éste pide al Señor que intervenga de nuevo, a lo cual Dios accede y dulcifica el agua haciéndola bebible. El Éxodo presenta este acontecimiento como una prueba impuesta por Dios para ver la reacción del pueblo ante la primera dificultad; el resultado es nefasto: el pueblo se queja y critica, en lugar de aceptar el misterio que lleva implícita la prueba y suplicar la ayuda divina. Nuevas pruebas se van a suceder, con un esquema muy parecido: protestas del pueblo y críticas a Yahvé y a Moisés. Éste sigue haciendo de intermediario y Dios actúa ante sus súplicas, ofreciendo lo que en cada momento se necesita: las codornices, el maná o el agua. Pero el pueblo se muestra siempre como un ingrato de dura cerviz.