Durante la peregrinación por el desierto, Yahvé se fue manifestando a su pueblo, a la vez que le purificaba haciéndole atravesar por numerosas dificultades. Por fin, en el monte Sinaí, tuvo lugar una de las mayores manifestaciones divinas: el encuentro de Dios con Moisés, que sirvió para darle a Israel el código moral que habría de cumplir para llevar a cabo su parte de la alianza. |
En medio de las dificultades, de las dudas, de las batallas contra pueblos enemigos como loa amalecitas, de los pecados incluso, el pueblo siguió avanzando por el desierto en busca de la tierra prometida. Probablemente, muchos hubieran querido retroceder, volver a la esclavitud de Egipto, donde al menos comían cebollas. Sin embargo, Dios no se lo permitió y continuó dándoles pruebas de su amor, a la vez que no hacía desaparecer los problemas para fortalecerles y purificarles. Así las cosas, se llegó por fin al corazón del desierto, al monte Sinaí, donde habría de tener lugar una de las más grandes manifestaciones de Dios (una teofanía) y donde se habría de sellar definitivamente la alianza que Yahvé estableciera con Abraham muchos siglos antes.
Las alianzas son parte integrante de la vida social humana. Puesto que los seres humanos entran en relación unos con otros, los términos de dichas relaciones deben ser primero clarificados y después aceptados. Una alianza es, por lo tanto, un contrato entre dos partes en el que se define y se acepta por ambas partes el vínculo que las va a unir. Puede ser un contrato temporal o permanente. Puede tener por objeto una compra venta o ser un pacto defensivo. En la antigüedad, lo mismo que hoy en día, las alianzas eran frecuentes y constituían la base de las relaciones entre los pueblos y entre las familias. Entonces se sellaban con un juramento -lo cual implicaba que se ponía a Dios por testigo de lo que se pactaba y que se le pedía al Señor que castigara a la parte que no cumpliera lo acordado-, con una comida ritual, y se elevaba algún tipo de monumento -a veces, simplemente, un montón de piedras- como recuerdo del pacto. Una diferencia esencial entre la alianza entre dos hombres y dos pueblos y la alianza entre Yahvé y su pueblo es, precisamente, que una de las partes implicadas era Dios. No hay, pues, igualdad entre las partes y eso significa que una parte -la divina- promete ser leal y promulga mandatos y la otra -la humana- promete ser leal y obedecer. Además, el encargado de velar por que se cumpla lo pactado es, en este caso, una de las dos partes: Dios, y el pueblo debe contar con que no le va a ser fácil engañarle. Este mismo hecho -el que la alianza fuera no con un igual sino con Dios- es lo que hace que cambie la naturaleza del propio pueblo. Éste ya no va a ser más el “pueblo de Israel”, sino que se va a convertir en el “pueblo de Yahvé”, en el “pueblo de Dios”.
La forma en que se establece la alianza sigue un rito particular. En primer lugar, se produce el encuentro con Yahvé en la montaña, que estremece al pueblo, como una señal del señorío de Dios, del poder de Dios, y una advertencia de lo que puede suceder si no se cumple lo que va a ser pactado. En segundo lugar tiene lugar la manifestación de la voluntad de Yahvé, que recibe Moisés. Después viene la comunicación al pueblo de lo que Yahvé ha decidido. Por último, Moisés comunica a Yahvé la decisión del pueblo de aceptar la alianza. En todo el esquema aparece como fundamental la figura del mediador, Moisés, así como la grandeza de Dios que atemoriza al pueblo (manifestada en el fuego, el humo, la tormenta y el temblor de la montaña) para que este sepa con quién tendrá que enfrentarse si no cumple lo pactado. Por lo tanto, lo característico de la alianza va a ser que ésta se sella entre Dios y el pueblo y que éste debe cumplir lo acordado bajo la amenaza de los peores castigos. La dura cerviz del pueblo, que veíamos en el capítulo pasado, debe empezar a doblegarse ante Dios, bien por las buenas -en agradecimiento a haberles sacado de la esclavitud de Egipto- o bien por las malas -bajo la amenaza de los peores castigos-.
En cuanto al contenido, como todo pacto, la alianza tiene dos partes. Una establece aquello a lo que Dios se compromete: cuidar del pueblo, darle la tierra prometida y protegerle para que pueda vivir en ella con paz y prosperidad. La otra establece aquello que el pueblo debe cumplir: los diez mandamientos. La promesa de protección de Dios a un pueblo que pasa a ser de su propiedad, no era nueva en la antigüedad; más o menos, todos los pueblos y ciudades tenían un contrato semejante con sus dioses. En cambio, sí es nuevo el hecho de que la parte del contrato que debe cumplir Israel es de tipo esencialmente moral. Aunque hay tres mandamientos relacionados directamente con Dios (los tres primeros y, muy especialmente, el tercero) y una serie de normas litúrgicas que se irán desarrollando, lo verdaderamente original es que ahora ya no le basta a Dios con que la gente vaya al templo y cumpla unas normas litúrgicas, sino que quiere que mantenga una relación de honestidad con los otros hombres. La introducción de estos siete mandamientos en la alianza con la divinidad representa un paso de gigante, un paso verdaderamente cualitativo, en la historia de las religiones. Más que en ningún otro caso, queda claro aquí que a Dios le importa el hombre y que quien se atreve a hacerle daño a éste le hace daño a él y se lo gana como enemigo.
Posiblemente, tal y como indican diversos estudios, los siete mandamientos referidos a las relaciones entre los hombres ya circulaban, juntos o por separado, entre las tribus, como normas básicas de comportamiento que los jóvenes debían aprender y que servían para garantizar el bien común. En sí mismos son la explicitación de unos códigos éticos mínimos, sin los cuales la vida social se vuelve imposible. La novedad no está, por lo tanto, en lo que contienen, sino en que ahora han sido asumidos por Dios, que se los impone al pueblo como parte esencial de la alianza. Si se incumplen, ya no se está ofendiendo sólo a la persona interesada, a su familia o a su tribu, sino al mismo Yahvé. Israel queda obligada por estos mandamientos no sólo porque son útiles para el bien común, sino porque Dios lo exige, lo manda, y amenaza con el castigo divino a quien no los cumpla. Esta es la radical novedad de la alianza del Sinaí: por primera vez Dios no se va a contentar con la liturgia, sino que reclama la ética a sus seguidores.
Después de la proclamación divina de los diez mandamientos, Yahvé va a completar la legislación que quiere darle al pueblo con el llamado “código de la alianza”, que va a tener una importancia menor y que no va a ser entregado directamente a los israelitas sino que va a ser transmitido por el mediador, Moisés.
Este código está recogido en el capítulo 20, 22-26. Puede parecernos demasiado legal e incluso ritualista, pero contiene unos valores morales muy importantes, como el respeto a la persona humana, lo cual no sucede en el resto de las religiones del entorno. En este código se va a establecer, entre otras cosas, la prohibición de las imágenes divinas, debido a que Yahvé es invisible y no es susceptible de representación. Otras leyes que recibe el pueblo en este contexto de alianza son las que se refieren a los esclavos, a los delitos punibles con la muerte, a las lesiones corporales y a los daños a la propiedad.
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