El libro del Éxodo (V)

Cuando todo parecía desarrollarse felizmente -el pueblo había sido liberado de Egipto y había recibido la manifestación de Dios y el don de la ley moral recogido en los diez mandamientos- se produce la apostasía colectiva con el becerro de oro. Tiene lugar, a continuación, la mediación de Moisés, que evita la destrucción del pueblo, y la renovación de la alianza.

Después de establecer tanto los mandamientos morales como los códigos legales que habían de regir la vida del nuevo pueblo de Israel -incluido el importantísimo del respeto del sábado: Ex 31, 12-18-, la vida siguió. Las leyes estaban claras y el pueblo parecía totalmente decidido a cumplirlas. Tenían muy reciente en la memoria los maravillosos acontecimientos que les habían otorgado la libertad sacándoles de Egipto. Sin embargo, el hombre, los hombres, son tan frágiles como entusiastas, tan aventurados a jurar fidelidades eternas como dados a olvidarlas. Es en este contexto de pecado y de infidelidad donde se produce la escena del becerro de oro y la renovación de la alianza (32,1-34,35).
Hay distintas interpretaciones entre los biblistas sobre lo que en realidad ocurrió. Quizá un grupo, liderado por Aarón, se opuso al rígido monoteísmo de Moisés, tan alejado de las prácticas religiosas de los pueblos de alrededor. En todo caso, el mensaje en su conjunto es positivo: la fidelidad de Yahvé es más fuerte que la infidelidad del pueblo y la alianza se mantiene a pesar de que el pueblo es pecador y no se la merece.
El pecado en sí -la construcción de un ídolo que suplante a Yahvé, el Dios sin rostro, sin esculturas- es una forma de apostasía, tanto religiosa -rebelión contra Dios- como política -rebelión contra Moisés para poner en su lugar a un nuevo líder menos exigente. La apostasía va a consistir en rechazar a Yahvé y a su enviado, Moisés. Esta traición provoca la cólera de Yahvé, que quiere destruir al pueblo y comenzar una historia nueva -semejante a la de Noé- con el propio Moisés y su descendencia. Sin embargo, éste se opone a ello y se convierte en el defensor del pueblo que no sólo había traicionado a Yahvé sino a él mismo. (32,7-14). Moisés consigue el perdón de Dios para el pueblo y eso es lo que va a dar paso a la renovación de la alianza. Es curioso y significativo comprobar que la reacción de Yahvé es la contraria a la esperada por los apóstatas. Estos habían supuesto que Dios no se enfadaría, quizá porque le consideraban bondadoso. En cambio, Yahvé estalla en una cólera inmensa ante su apostasía. Puede ser una buena lección para tantos de nuestros contemporáneos que creen que, hagan lo que hagan Dios lo va a tolerar todo y que, debido a su amor, jamás va a castigar a los hombres. Afortunadamente para el pueblo, Yahvé se deja convencer por el persuasivo Moisés, que alega a favor de los israelitas que darles su merecido sólo serviría para dejar en mal lugar el nombre de Yahvé, pues los otros pueblos del entorno dirían que los sacó de Egipto para dejarlos morir en el desierto. De este modo, la intervención de Moisés -anticipo y símbolo de la de Jesús- enseña a Israel que su alianza con Dios, a pesar de ser hecha entre el Señor y todo el pueblo, está mediatizada por determinadas grandes figuras, que van a ser esenciales para la comunicación entre Dios y su pueblo. La figura de Moisés queda muy reforzada ante los israelitas tras lo ocurrido y, con ello, la de los futuros mediadores: jueces, profetas…
Ahora bien, la apostasía de Israel, aunque no va a recibir el castigo definitivo que merecía, gracias a Moisés, tampoco va a quedar impune. Yahvé destruye las tablas de la ley, símbolo de la alianza, y ordena la destrucción por el fuego del becerro de oro, la trituración de los restos y la disolución en agua que debe ser bebida por el pueblo pecador como penitencia. La lección es clara: en eso ha quedado el dios falso al que ellos adoraban: en una pócima inmunda que, después de pasar por el estómago, es arrojada en la letrina y que, a su paso por el cuerpo del hombre, sólo deja enfermedad. Mientras que el Dios único y verdadero produce vida -salva al pueblo de la esclavitud- el dios falso inventado por el hombre y creado por él como un muñeco al que manejar, conduce al individuo y al pueblo hacia la destrucción.
En este relato también se nos cuenta otra cosa, que será importante para el futuro de Israel: no todos los israelitas apostataron. Una tribu, la de Leví, se negó a adorar al becerro de oro y respondió a la llamada de Moisés, convirtiéndose en brazo ejecutor de la venganza divina (32,25-29). Esta fidelidad les será recompensada otorgándoles a ellos el privilegio del sacerdocio de la nueva religión.
Tras la purificación del pueblo, se emprende de nuevo el camino hacia la tierra prometida, ahora con la ayuda de un ángel, el cual no es un rival para Moisés, sino una ayuda para el ya anciano líder.
En este contexto de marcha por el desierto, acampando como los beduinos en tiendas de piel de camello, aparece el relato de la “tienda del encuentro”, que va a ser el primer templo de Israel en el que se dará culto al Dios libertador, Yahvé (33,7-11). Esta estaba en un principio en el medio del campamento, pues el Señor gustaba de residir junto y entre su pueblo. Jesús hablará más tarde de esto, cuando afirme en Mt 18,20 que “donde dos o más están unidos en mi nombre yo estoy en medio de ellos”. Dios se hace presente en el amor recíproco, en el amor perfecto. La diferencia es que, en el caso de la tienda, era Moisés el encargado de entrar en ella para hablar con Dios, mientras el pueblo aguardaba afuera con respeto. En el caso de Jesús, él liga su presencia divina al amor entre cualquier cristiano que lo haga en su nombre, es decir, imitando el tipo de amor que él nos enseñó.
Posteriormente, sin embargo, la tienda fue colocada fuera del campamento (33,7-10), para destacar la grandeza de Dios y la importancia del mediador, Moisés. el cual conversaba con Dios “cara a cara, como se habla entre amigos” (33,11). Será Jesús el que volverá a colocar la tienda del encuentro en el seno de la comunidad, haciendo de la comunidad misma -cuando amor y unidad en ella- el lugar preferido por Dios para habitar.
El resto del libro del Éxodo se dedica a narrar la manifestación de Dios a Moisés (teofanía) (34,1-9), la renovación de la alianza con la entrega de un nuevo decálogo (34,10-26), los efectos de la teofanía (34,27-35) y lo relativo a la construcción de una “tienda del encuentro” de mayores proporciones y calidad que la primitiva (35,1-40,33). El Éxodo se cierra con el relato de la presencia permanente de Yahvé en el nuevo santuario nacional (40,34-38), instalado en Siló. Esta presencia se hace notar por la existencia de una nube que cubría la tienda, mientras que la gloria de Yahvé la llenaba. Esta nube era una reedición de aquella otra que cubrió la montaña del Sinaí en el desierto cuando Dios dio las primeras tablas de la ley a Moisés.
La alianza, pues, queda asegurada por parte de Dios, aunque debe ser el pueblo el que asegure el cumplimiento de su propia parte. Dios, sin embargo, no fallará. La tierra prometida aguarda expectante la llegada del pueblo elegido y será Josué el encargado de introducirle en ella. Del mismo modo, Jesús será el encargado de introducir al nuevo pueblo de Dios en la nueva tierra prometida, el Reino, la vida eterna.