Los profetas

Aunque entre la instalación del pueblo de Israel en la Tierra Prometida y los Profetas tuvieron lugar muchos acontecimientos e intervinieron muchos personajes -los Jueces, los Reyes- merece la pena dar un salto para fijarnos en estos grandes instrumentos de la Revelación que Dios fue transmitiendo a su pueblo mientras preparaba la llegada del Redentor.
La palabra “profeta” designa muchas cosas, lo cual hace necesario precisar en qué sentido fue utilizado en el Antiguo Testamento. La opinión cristiana tradicional, desde los tiempos del Nuevo Testamento al periodo moderno, consideraba que el principal papel de los profetas del Antiguo Testamento era predecir la nueva realidad presente en Cristo y en la Iglesia. El pronóstico profético servía para vincular pasado y futuro en una sola e ininterrumpida historia de la salvación. En el judaísmo, por su parte, se seguía insistiendo en la ley (Torá) como la base para la vida del individuo y la comunidad religiosa, y el papel del profeta era el de predicar y transmitir esa ley.
Desde años, la moderna investigación bíblica ha profundizado sobre el tema con otra perspectiva. En primer lugar se ha investigado el origen de la palabra. “Profeta” deriva del griego “prophétés”, que denota a uno que habla en nombre de otro. Así, la tarea del profeta del famoso santuario griego de la isla de Delphos era hablar en nombre de la sacerdotisa Pitia (la pitonisa), que era a su vez portavoz de Apolo. Pero también había profetas que anunciaban desgracias, como Casandra, y de hecho ninguna tradición judía es inequívocamente favorable. En las religiones de la zona que rodeaba a Israel también existían los profetas, entendidos como intermediarios entre la persona que recibía la revelación y el pueblo o entre la divinidad y el pueblo o incluso entre la divinidad y el rey. Esta debe ser, pues, la perspectiva con que hay que estudiar el profetismo del Antiguo Testamento: alguien que habla en nombre de Dios bien al pueblo o bien al Rey, interpretando un designio del Señor, lanzando una advertencia o incluso una amenaza.
Aunque en Israel hubo muchos profetas que desempeñaron papeles importantes, quince de ellos dejaron por escrito sus mensajes. Estos quince “libros” son los que vienen recogidos como tales en la Biblia. Tres de esos libros son largos y doce son cortos. A los tres que escribieron más se les llamó “profetas mayores” (Isaías, Jeremías y Ezequiel) y a los que escribieron menos, “profetas menores”. Posteriormente, cuando la Biblia hebrea se tradujo al griego en Alejandría (la llamada “Biblia de los setenta”, por ser ese el número de los que supuestamente intervinieron en traducirla), a Daniel se le incluyó entre los profetas mayores, pasando así a ser cuatro y no tres. La importancia de las enseñanzas transmitidas por los profetas fue creciendo, hasta el punto de que ya en el siglo II antes de Cristo se habla, como fuentes de autoridad a las que referirse, de la “Ley y los profetas”, mientras que antes se hablaba sólo de la Ley.
En cuanto a la escritura de los libros proféticos, parece probable que en la mayor parte de los casos primero circularan las enseñanzas de los profetas oralmente y sólo más tarde y ante determinadas circunstancias -como la desaparición del profeta o el exilio- se pusieran por escrito. Escritos que serían modificados con el paso del tiempo para adecuarlos a las nuevas circunstancias.
La mayoría de los especialistas coinciden en que el primer libro escrito fue el del profeta Amós, cuya actividad se sitúa en torno al siglo VIII a.C., lo cual no significa ni mucho menos que él fuera el primer profeta. David tuvo al menos dos profetas en su corte (Natán y Gad), que no dejaron libros escritos, pero que intervinieron ante el rey en nombre de Dios. Samuel mismo ejerció la profecía y, desde luego, fueron profetas el gran Elías y su discípulo Eliseo. Había incluso comunidades de profetas, asentados en santuarios religiosos o cerca de ellos, sobre todo en la zona de Betel y de Guilgal. A veces eran ridiculizados como locos, pero eran temidos, pues intervinieron con éxito en la ascensión y caída de distintos reyes. De esos “conventos” surgieron personalidades importantes, como Samuel, Elías o Eliseo.
Otra característica de la profecía, ya desde los primeros momentos, era la de que ésta no se llevaba a cabo sólo con la palabra -posteriormente puesta por escrito-, sino también con los hechos, con los gestos o con la adopción de cierto estilo de vida. Los grandes profetas escritores también aplicarán esta costumbre ya asentada, como hará, por ejemplo, Oseas casándose con una prostituta para hacerle ver al pueblo que ellos se estaban comportando para con Dios como la prostituta para con él: con infidelidad. Del mismo modo se comportó Isaías, cuando se puso a caminar desnudo por Jerusalén, para indicar que así iban a ser llevados al destierro tras la conquista de la ciudad por los babilónicos por no haber sido fieles al Señor.
El apogeo de la profecía tuvo lugar en los años centrales del siglo VIII a.C.. En esa época se dieron unas circunstancias sociales que llevaron a unos hombres, inspirados por Dios, a lanzar sus gritos de protesta y de advertencia. En el Reino del Norte o Reino de Israel actuaron Amós y Oseas. En el del Sur o de Judá lo hicieron Miqueas e Isaías. El pueblo estaba siendo sometido a crecientes impuestos, el Estado expropiaba las propiedades patrimoniales, se multiplicaban los trabajos forzosos y las levas militares obligatorias, todo ello en el marco de una presión militar agobiante procedente del norte, de Asiria. Los cuatro profetas citados, sobre todo Amós, hicieron suya la causa de los marginados y desposeídos. A la vez, se distancian deliberadamente de los grupos de profetas oficiales, pues éstos estaban muy desprestigiados y se habían convertido en algo parecido a nuestros echadores de cartas, que por dinero decían al que consultaba lo que quería oír.
En general, los profetas de Israel se caracterizan por un rechazo frontal a la idolatría en cualquiera de sus formas: religiosa, en el sentido de culto a otras deidades; socioeconómica, en el sentido de dar prioridad absoluta al bienestar y la prosperidad material; o política, al negarse a conferir validez absoluta a las formas de organización política. Notamos también su enorme insistencia en la creación y mantenimiento de una sociedad justa, criticando aspectos muy concretos de la vida social de su época: condenan la expropiación de tierra, la corrupción judicial, la aparición de una especie de capitalismo rentista, los impuestos abusivos. Sobre todo condenan la hipocresía religiosa, que se produce cuando hay práctica religiosa, incluso intensa, pero no hay una vida coherente con las enseñanzas morales de esa religión. Amós, Oseas, Miqueas e Isaías serán tremendamente duros contra ese tipo de prostitución de la religión.
Otros profetas posteriores a los cuatro grandes del siglo VIII a.C. citados, como Jeremías y Ezequiel estuvieron muy influidos por ellos. En cambio otros, como Nahúm y Habacuc centraron su trabajo en el comentario de acontecimientos internacionales. La destrucción de Jerusalén por Babilonia y la deportación a esa ciudad (587 a.C.), marcaron un cambio en la profecía, que tiende a convertirse en mensajes de esperanza para consolar a un pueblo que está en el exilio, sin ganas de luchar y con el riesgo de dejarse asimilar y desparecer.