Los profetas. Isaías (I)

En el capítulo anterior hemos visto una introducción al fenómeno profético en Israel. Ahora vamos a fijarnos en uno de los principales profetas: Isaías. Es, sin duda, uno de los más cercanos al corazón de Jesús y de los más utilizados por los primeros cristianos para presentar al Señor como el cumplimiento de lo anunciado en el Antiguo Testamento.
A la hora de hablar del libro del profeta Isaías, lo primero que se constata es su gran tamaño: 66 capítulos, lo cual le convierte en el más voluminoso de los libros proféticos. En segundo lugar se comprueba que en él hay diversos géneros literarios. También sorprende la disposición de los textos, que da la impresión de aleatoria e incluso incoherente, con una mezcla continua de amenazas y mensajes de esperanza. Así el libro de Isaías muestra a Israel en la historia, enfrentado con la historia. Se trata, para el pueblo de Dios, de sobrevivir a los asaltos de sus vecinos y, a la vez, de hacer perdurar la esperanza que permite pensar en un Dios que no olvida a su pueblo, a pesar de las evidencias que contradicen esto y a pesar de la experiencia compro9bada según la cual el pueblo de Israel se siente incapaz de abandonar la infidelidad y vivir la alianza con Dios.
La historia constituye la materia principal que encontramos en el corazón de este libro. Se trata de llevar a cabo una meditación detallada y profunda sobre un largo periodo de la historia de Israel (siglos VIII al VI antes de Cristo). El libro tal y como lo leemos hoy es el resultado de una larga y compleja meditación de un texto inicial que fue desarrollado por numerosas generaciones. detrás del nombre de Isaías se esconde todo un entramado complejo de escritos y un número considerable de intervenciones en la redacción definitiva del libro. Los biblistas distinguen tres grandes bloques: los capítulos 1 al 39, 40 al 55 y 56 al 66. El nombre de Isaías sólo estaría implicado en la redacción del primer bloque, llevada a cabo en el siglo VIII antes de Cristo. En torno a él se constituyó un grupo de discípulos que, después de su muerte, siguieron con su meditación y su predicación. En el siglo VI, durante el exilio en Babilonia, un profeta anónimo, heredero de esta tradición, compuso el segundo bloque (a este profeta se le llama el “segundo Isaías” o “deutero Isaías”). Los capítulos restantes, el tercer bloque, son posteriores y fueron escritos después del exilio, como obra de un “tercer Isaías” o de un redactor final que dio un aire de unidad a toda la obra.
En todo caso, el libro del profeta Isaías es una verdadera meditación sobre la historia y refleja la convicción de Israel y de la Iglesia de que Dios se manifiesta en la historia. Hay, pues, un “enigma de la historia” que se aprecia en la mezcolanza contradictoria y paradójica que caracteriza los acontecimientos que constituyen la historia política del tiempo. Es obvio que los hombres manchados de sangre triunfan y prosperan, al igual que los grandes imperios que adoran dioses falsos (Babilonia y sud dioses). El libro de Isaías muestra la precariedad de ese triunfo, de ese éxito: “Cuando acabes de devastar, serás devastado, cuando termines de saquear te saquearán a ti” (33,1). Todo esto, efectivamente, se cumplió, pero para el judío que vivía en la época enq ue Jerusalén fue destruida resultaba muy difícil creer en la supremacía de su Dios y en su protección mientras veía cómo triunfaban los que adoraban a dioses falsos.
Otro aspecto del enigma de la historia es el de las esperas y los retrasos en el cumplimiento de las promesas de Dios. Por eso el profeta intenta que el pueblo amplíe su horizonte y que no se fije sólo en lo que le corre en un momento concreto o en un corto periodo de tiempo. La historia es muy larga y Dios actúa a lo largo de ella cumpliendo siempre sus promesas.
Isaías sitúa también el origen de todos los males en la corrupción en que están los hombres por haber abandonado a Dios. La justicia de Dios responderá, entonces, a la justicia burlada en la ciudad y en el mundo. esta justicia divina se expresa, en un primer momento, con lo que el texto denomina “su cólera” (5, 25). Ésta se manifiesta en los castigos constituidos por tantos juicios que son pronunciados sobre la maldad del hombre. Así se interpretan las desgracias que se ciernen sobre el pueblo, bajo la forma de invasiones o bajo la forma de exilios. Sin embargo, el libro de Isaías conlleva también una constatación, que aparece formulada en los primeros versículos (1, 5-6), según la cual los castigos destruyen el cuerpo pero no afectan al corazón. Dios busca, a través de los castigos, conseguir la curación del corazón del hombre. Por eso el castigo de Dios no es destructor, sino purificador. Cuando se eliminen, por medio de una poda importante, todas las ramas muertas de Israel, éste será salvado. Los oráculos mesiánicos, que confirman que la dinastía de David subsistirá, a pesar de las turbulencias, pasan, a este respecto, por una evocación del “tronco que será semilla santa”. Jesucristo será el final de esta historia. El Señor vendrá descrito y anunciado a través de la figura de un misterioso siervo-mediador, “flecha aguda” en las manos de Dios (49,2), protegido por Él (42,6) y que es depositario del espíritu que traerá la salvación al pueblo (42,1), que librará de toda ceguera y de todas las tinieblas. este siervo una la elección con la desfiguración y el sufrimiento y éstos, con toda certeza, con la resurrección, tal y como aparece en el oráculo presentado en 52,13-53,12. Cuando esto se produzca, las mismas naciones que han sido las devastadoras de Israel, el instrumento utilizado por Dios para purificar y convertir al pueblo, se unirán a Israel en una fe común (45, 14; 56, 1-8; 66, 18-21).
            En cuanto al contexto histórico, del que ya se ha hablado, la primera parte del libro nos remite a la historia del reino de Judá en el siglo VIII, bajo los reinados de Ozías, Jotán, Ajaz y Ezequías. Este periodo está dominado por la expansión del imperio asirio, tremendamente agresivo, a partir de la ascensión al trono de Teglatfelasar III en el 745. Siria e Israel (no Judá) se alían contra Asiria confiando en el apoyo de Egipto. Judá permanece neutral, lo que es considerado como una traición y provoca un ataque de los aliados contra Jerusalén, ataque que fracasa. Asiria ataca a sirios e israelitas y los destruye. La capital de Israel, Samaría, es arrasada en 721. Jerusalén, en cambio, se salva debido a que había optado por la neutralidad. Isaías, perteneciente a la aristocracia de Jerusalén, habría sido consejeros de los reyes de la época y les habría animado a mantenerse neutrales a pesar de los ataques de los sirios y de los israelitas. Este consejo fue, efectivamente, providencial y salvó Jerusalén de la catástrofe posterior. Más tarde interviene de nuevo para criticar al rey Ezequías, que estaba buscando la alianza con Egipto en lugar de mantenerse neutral. Esta alianza provoca la campaña de Senaquerib en el año 701 que arrasa Judá y sólo respeta Jerusalén. Pero Isaías hace algo más que procurar la neutralidad política: enseña a sus contemporáneos que es la infidelidad a Dios y el pecado del pueblo lo que atrae sobre él la desgracia. De aquí se sigue una primera reforma espiritual llevada a cabo durante el reinado de Ezequías. El segundo bloque se refiere al exilio en Babilonia (siglo VI) y anuncia el final del mismo debido a la destrucción de Babilonia por Ciro. El tercer bloque se refiere al siglo V y recoge las enseñanzas de la vuelta del exilio, que provoca una gran desilusión.