La verdad de la Biblia (I)

El tema de la verdad contenida en la Biblia ha tenido una singular importancia en la historia del cristianismo por la particular sensibilidad que posee el área cultural influida por la mentalidad griega. Por esto puede decirse que, desde los orígenes del cristianismo, en la cultura occidental la cuestión bíblica por excelencia ha sido la verdad de la Escritura.

A la hora de afrontar la cuestión de la verdad que contiene la Biblia hay que partir de un análisis del concepto mismo de verdad. Hay diversos modelos de verdad. En Grecia, la verdad era la realidad oculta, permanente y fija que daba razón de todos los cambios; lo contrario era la ilusión, el engaño; La verdad de las cosas se esconde tras las apariencias que engañan los sentidos. Esa verdad no es otra cosa que el ser verdadero, la esencia o la naturaleza. La filosofía era la actividad que la descubría. El modelo de verdad era la realidad.
            Para los hebreos era diferente. Ellos se situaban ante la realidad partiendo no de su existencia individual sino de su existencia en el seno de una comunidad tribal. Por eso la verdad era, ante todo, la fidelidad a los demás, el mantenimiento de la palabra dada y, en general, todo aquello que da cohesión a la vida tribal. Por eso el concepto de verdad se confunde con el de fidelidad, con el de firmeza.
            En el modelo griego, la realidad verdadera era la naturaleza en su totalidad, fija e inalterable. Y esa inmutabilidad era lo divino que existía en la naturaleza. Para el judío, la consistencia de todas las fidelidades era un ser personal (Dios) y no la naturaleza. De ahí que para el hebreo la verdad primordial sea Yahvé quien, con su fidelidad perpetua, garantiza y fundamenta todas las demás fidelidades. La verdad hebrea es religiosa y como su religión es fundamentalmente histórica, su verdad se realiza en los acontecimientos.
            La mentalidad cristiana, manteniéndose dentro del marco hebreo, introduce elementos nuevos. El primero de ellos es que la manifestación, justificación y ratificación de la verdad ya ha tenido lugar en Cristo. En Él la verdad se ha manifestado plenamente. Cristo es la verdad, como él mismo afirmó. La verdad, además, nos hace libres porque es Cristo quien nos hace libres.
            La contestación primera y más radical contra la verdad cristiana procedió del judaísmo. Para la sinagoga, el cristianismo es un sistema erróneo, porque Jesús era un falso mesías. Los Padres de la Iglesia, los primeros grandes teólogos católicos, van a reaccionar contra esta acusación demostrando, por un lado, la coherencia de la pretensión cristiana con lo anunciado en el Antiguo Testamento y, por otro, defendiendo a la vez el valor del Antiguo Testamento como manifestación divina frente a los que querían suprimirlo y quedarse sólo con el Nuevo (gnósticos).
            Pero el concepto cristiano de verdad también sufrió los ataques del mundo pagano helenístico. Cuando el cristianismo surge, el helenismo estaba atravesando una crisis; habiendo buscado la verdad del hombre como una parte de la naturaleza, se veía arrojado a un amargo escepticismo. El mensaje cristiano, que ponía la verdad en el hombre, suscitó un renacer filosófico de gran envergadura. Los filósofos cristianos llevaron a cabo una síntesis creativa entre la verdad cristiana y la verdad griega; en principio no dudaron en aceptar que la verdad bíblica no podía estar en contradicción con la mentalidad griega, para la cual la verdad era sencillamente la realidad natural e histórica. De esta manera, se pasó a comprender la verdad bíblica al modo griego.
            En la pugna contra los filósofos paganos que atacaban la verdad contenida en el cristianismo –sobre todo Celso y Porfirio-, los apologistas cristianos elaboraron la llamada “demostratio christiana”, que luego daría paso a la Teología fundamental. Como los ataques iban dirigidos a demostrar que en la Biblia no estaba contenida toda la verdad, la defensa se convirtió en la demostración de que en la Biblia estaba excluido todo error. Esto, a la larga, llevó a situaciones de trágica gravedad, como las polémicas con Galileo o con Darwin, debidas precisamente a estar interpretando la verdad bíblica según el concepto de verdad griego, en lugar de interpretarlo según el concepto de verdad hebreo, que es con el que fue escrita la Biblia. La interpretación de la Biblia como si fuera un libro de historia o de ciencias físicas –cosa que nunca fue- trajo consigo una crisis de gran envergadura en los siglos XIX y XX.
            En el siglo VI, San Agustín tuvo que enfrentarse con problemas parecidos. Su mérito consistió en insistir en que la verdad bíblica era de orden formalmente religioso. Fue él quien declaró que el Señor pretendía, mediante la enseñanza bíblica, “no hacer científicos sino cristianos”. En ningún momento San Agustín identificó la verdad bíblica con el concepto de una universal verdad griega que excluya todo error de ciencia.
            Tras el triunfo del cristianismo, el emperador Justiniano proscribió las obras de Celso y Porfirio. La Biblia fue entonces considerada como el libro por excelencia de todas las verdades: históricas, científicas, filosóficas, religiosas y escatológicas. Con la Escolástica medieval se volvió a la Biblia como fuente del saber teológico, pero a la vez se aplicaba a la verdad bíblica el discurso racional que se había prendido de Aristóteles. De ahí se dedujo que todas las proposiciones bíblicas contienen verdades del mismo rigor, tanto si se refieren a ciencias naturales, a historia, a religión o a filosofía. Así se llegó poco a poco a la tesis de una indiferenciada exclusión de error en la Escritura.
            Esta situación se empezó a resquebrajar a partir del siglo XVII, con el advenimiento de la ciencia empírica. Por ejemplo, la observación astronómica fue descubriendo unas leyes que no estaban en conformidad con los enunciados de la Biblia. El punto culminante del conflicto lo señaló la condenación de la teoría de la traslación de la tierra en torno al sol sostenida por Galileo. Posteriormente surgieron conflictos más peligrosos. En el siglo XIX apareció la historia como ciencia, que buscaba una vinculación rigurosa entre el documento y la verdad histórica. Se sometieron a la crítica los enunciados bíblicos de tipo histórico y la crisis no tardó en aparecer.

El teólogo alemán Rohling creyó haber encontrado la solución al afirmar que la Biblia contiene verdad únicamente en lo tocante a las cuestiones doctrinales de dogma y moral, que son por otro lado los temas sobre los cuales se puede aplicar la infalibilidad pontificia. El cardenal Newman se apuntó, matizadamente, a esta idea al excluir de la verdad las cosas sin importancia afirmadas de paso por los autores sagrados. Ante estas opiniones intervino León XIII con la encíclica “Providentissimus Deus” (1893), dejando claro que el sujeto de la verdad bíblica no son todos los enunciados de la Escritura, sino su intención de enseñar doctrinas conducentes a la salvación.