La verdad de la Biblia (II)

En el capítulo anterior sobre la naturaleza de la verdad contenida en la Biblia, llegamos hasta la definición de León XIII en la “Providentissimus Deus”, que dejó claro que el sujeto de la verdad bíblica no son todos los enunciados de la Escritura, sino su intención de enseñar doctrinas conducentes a la salvación. Ahora concluimos este tema, llegando hasta nuestros días.

La gran aportación del Papa León XIII al debate sobre la verdad contenida en la Biblia fue la de señalar claramente que la dimensión de la Escritura en que se sitúa formalmente la verdad es en la enseñanza, una enseñanza ordenada a facilitar a los hombres la salvación. Esta enseñanza de las verdades reveladas es el elemento formal, mientras que el resto es el elemento material. Se evitaba así la peligrosa distinción de Rohling entre las materias doctrinales y las que no lo eran, pero se admitía una diferencia intrínseca entre lo que la Biblia enseña y lo que no entra en su finalidad salvífica y docente. Si estos criterios los aplicamos al “caso Galileo” vemos claramente que aquel problema se podía haber evitado si se hubiera tenido en cuenta que la verdad de la Biblia está en afirmar que Dios interviene en la historia del hombre para ayudarle, pero no en que el sol gira alrededor de la tierra, como afirma la Sagrada Escritura y como rechazó el sabio italiano.
            Sin embargo, la intervención magisterial y magistral de León XIII con la “Providentissimus Deus” no sirvió para solucionar los problemas, pues los extremistas estaban ya lanzados al ataque contra la verdad bíblica. El profesor del Instituto Católico de París, Loisy, sostuvo que la verdad de la Biblia era una mera verdad relativa, condicionada en todo a las circunstancias culturales del autor sagrado. En el fondo, es la misma tesis que sostienen los que actualmente dicen que Jesús hizo determinadas cosas (como no admitir a las mujeres al sacerdocio) porque estaba condicionado por su cultura. Esta introducción al relativismo en la interpretación bíblica hacía que se desmoronase absolutamente todo, pues cualquier afirmación, tanto dogmática como moral, podía interpretarse al gusto de cada uno, alegando que estaba impregnada de condicionantes culturales que ya no valían.
            San Pío X vio el peligro que encerraba el relativismo de Loisy (uno de los fundadores del llamado “modernismo”) y emitió una enérgica condena. El ambiente se crispó enormemente y parecía que Magisterio y biblistas no iban a ponerse de acuerdo nunca.
            Así las cosas, en plena Segunda Guerra Mundial, apareció la encíclica de Pío XII “Divino afflante Spiritu” (30-11-1943), que sirvió para poner paz en la contienda bíblica. Aceptando la teoría de los géneros literarios, lanzada años antes por el P. Lagrange y el jesuita Hummelauer, se pudo valorar mejor la cuestión de la verdad bíblica.
            Sin embargo, el desarrollo de los métodos críticos siguió y no tardaron en surgir nuevos problemas. Pablo VI los afrontó en 1963 y a continuación la Pontificia Comisión Bíblica publicó una Instrucción sobre la verdad de los evangelios.
            Por fin, el Concilio Vaticano II, con la Constitución Dei Verbum, superó el modelo griego de la verdad lógica y situó la verdad de la Escritura en el ámbito de la efectividad de la palabra y la declaraba sencillamente una verdad que procura la salvación. En el fondo, algo muy parecido a lo que había dicho muchos años antes León XIII:
            La “Dei Verbum” enmarca la doctrina de la verdad en el contexto de los designios de Dios, que tienen como objeto la comunicación de su vida divina a los hombres. La verdad primordial es lo que la Constitución conciliar llama: “la verdad profunda de Dios” (DV 2). Esta verdad se comunica en la revelación de Dios y sus designios por medio de la palabra, la cual es verdadera por la correspondencia con la verdad profunda de Dios y sus designios.
            Esta verdad, orientada a la salvación, es la que es enseñada “sólidamente, fielmente y sin error” (DV 11) en los libros de la Biblia. Poniendo un ejemplo, y utilizando el concepto de los géneros literarios, cuando Cristo narró la parábola del hijo pródigo, no estaba diciendo que en realidad hubiese existido alguna vez un padre y dos hermanos que se comportaran como los de la parábola; estaba narrando una verdad –la del amor misericordioso de Dios para con sus hijos pecadores- y lo hacía a través de una historia que se estaba inventando. Todos los que lo oían entendía perfectamente que se trataba de una historia ficticia que contenía una gran verdad. Ese es el género literario de las parábolas y el hecho de que fueran historias inventadas no significa que no contuvieran grandes verdades. Volviendo al término usado por León XIII y por el Vaticano II, la verdad bíblica es una “verdad de salvación”.
            ¿Significa eso que la verdad bíblica no puede ser verificada?. Aunque la palabra de fe no responda al lenguaje científico, no hay duda de que los contenidos de la Escritura se prestan a la verificación. Por ejemplo, los enunciados pertenecientes al género histórico estricto (los que narran las historias de los reyes del Antiguo Testamento, o el paso de Jsús por determinadas ciudades de Galilea, o su muerte en Jerusalén bajo Poncio Pilato, etc), sí son susceptibles de verificación. La más conocida es la comprobación arqueológica. Cuando las excavaciones descubren la existencia de una ciudad, de una civilización, unos restos de antigüedad mencionados o descritos por la Biblia, la arqueología realiza una comprobación y un control de la verdad de las narraciones bíblicas. En tal caso se da una auténtica verificación.
            También ocurre lo mismo cuando se descubre un documento que controla la verdad de los textos bíblicos, como sucedió cuando aparecieron los manuscritos de Qumrán, que sirvieron para verificar la historicidad, por ejemplo, de lo contenido en el libro del profeta Isaías.
            La comprobación también puede llevarse a cabo mediante el control interior del documento por la crítica literaria o la crítica histórica. En realidad, se puede afirmar que ningún otro libro del mundo ha sido sometido a tan sistemático trabajo de verificación externa e interna.
            Se puede afirmar, por lo tanto, que hay distintos niveles de verdad en la Biblia. Hay un nivel de verdad real, cuando coinciden la realidad con lo que hay en la mente humana. Hay un nivel de verdad de conocimiento, en el cual la verdad consiste en la correspondencia entre lo percibido de la verdad real y lo mentalmente expuesto en conceptos y enunciados. Hay un tercer nivel de verdad, o verdad de expresión, que consiste en la conformidad entre el lenguaje utilizado y lo mentalmente elaborado en el plano del conocimiento, es decir, cuando se expresa correctamente lo que se tiene en la cabeza como percibido de la realidad. Hay un cuarto nivel de verdad, que es el de la verificación, que otorga un motivo de certeza complementaria por el hecho de haberse comprobado. Por último, está el plano de la verdad de salvación, cuando los enunciados bíblicos realizan la salvación que ofrecen.