Ley evangélica y Magisterio eclesial

Si la ley natural es la base ética común a todos los hombres, no puede ser la única referencia para el cristiano. Es el punto de partida y el elemento que debemos defender en la legislación civil que afecte a no cristianos, pero sobre ella hay que construir, en el seno de la comunidad cristiana, una ética más exigente. Esta ética es la que se desprende del Evangelio, la nueva ley.

La existencia de una ética específicamente cristiana, a la que llamaríamos “nueva ley” en similitud con el “nuevo testamento”, o también “ley de la gracia”, por ser fundamental para cumplirla la ayuda de Dios, está atestiguada en los propios textos neotestamentarios. Así, por ejemplo, en Gal 6, 2 se la menciona como “la ley de Cristo”, en Rom 8, 1-2 como “ley del espíritu”, en Tom 3, 27-28 como “ley de la fe”, en Sant 1, 25 como “ley perfecta”, en Sant 1, 25; 2, 12 como “ley de la libertad”. Los Padres de la Iglesia también se refieren a ella, aunque quien la elabora es Santo Tomás de Aquino, especialmente en las cuestiones 106-108 de la Prima Secundae de la Suma Teológica. Las afirmaciones principales que hace en estas páginas son:
La “ley nueva” es la gracia del Espíritu Santo que se comunica por la fe en Cristo. A modo de la “ley natural”, también la “ley nueva” contiene preceptos primarios y secundarios.
– Algunos preceptos de esta ley son conocidos por escrito y otros se comunican sólo de palabra.
– Esta ley no se da en todos los cristianos del mismo modo, sino que depende de las disposiciones ascéticas de cada uno.
A pesar de todo esto, algunos teólogos niegan que en el Nuevo Testamento existan normas éticas que puedan calificarse de “específicamente cristianas”, e incluso de verdaderos preceptos éticos. Pero, si eso fuese así, ¿cómo entender los preceptos de Jesucristo o de los Apóstoles?. Para los que rechazan la existencia de una ley moral evangélica, los preceptos éticos que aparecen en el Nuevo Testamento son coyunturales y son válidos sólo para el momento en que se enuncian; como mucho, son puntos de referencia, meras indicaciones orientativas que luego cada uno puede seguir o no seguir sin sentirse obligado por ellas. A este error salió al paso la encíclica “Veritatis splendor” de Juan Pablo II. En ella se rechaza como “incompatible con la doctrina católica” (nº 37) esa tesis.
Es cierto que algunos preceptos son coincidentes con normas morales del Antiguo Testamento, e incluso con normativas éticas en otras confesiones religiosas. También pueden existir normas coyunturales y, desde luego, hay “consejos” dados por Jesús a los Apóstoles. Pero no se pueden silenciar otros datos explícitos que afirman la existencia de preceptos nuevos, como el del mandamiento “nuevo” del amor. Algunos tienen valor permanente, como la indisolubilidad del matrimonio, del que afirma Jesús que “al principio no fue así” (Mc 10, 6). Otros constituyen verdaderos imperativos morales, pues, quienes no los cumplan, serán castigados. Tal es el caso de los 21 catálogos de pecados y virtudes que cabe contabilizar en el Nuevo Testamento. Además, es preciso recordar las veces en las que Jesús pide que se cumplan sus mandamientos (Jn 14, 21-23; 15, 10-14; Mt 28, 20). Los escritos de los Apóstoles son aún más explícitos, pues urgen al cumplimiento de lo que denominan “los preceptos del Señor” (2 Ped 3, 2). Además, ellos mismos imponen preceptos. Por ejemplo, San Pablo recuerda a los Tesalonicenses “los preceptos que os hemos dado en nombre del Señor” (1 Tes 4, 2).
En realidad, las teorías de que en el Evangelio no hay normas morales, tienen su origen en el protestantismo liberal. Son la traducción de lo que Lutero propuso en su día, para afirmar la tesis de la “sola gracia”. A esta tesis contestó claramente el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe y que todo lo demás era indiferente, ni mandado, sino libre; o que los diez mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea anatema” (Dz 829). Por todo ello, la “Veritatis splendor” enseña: “En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge de sus Cartas, que contienen la interpretación de los preceptos del Señor que hay que vivir en las distintas circunstancias culturales (Rom 12, 15; 1 Cor 1, 14; gal 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 Ped y Sant)” (nº 26).

Relacionado con esto está la siguiente cuestión: ¿Quién interpreta la ley moral que aparece en el Evangelio?. En el Nuevo Testamento consta que, al igual que los Apóstoles, sus inmediatos sucesores (Timoteo, Tito, Títico…) regían con autoridad sus propias comunidades (2 Tim 4, 1-5; Tit 1, 10. 13-14). Además, la historia testifica que la jerarquía intervino siempre en la enseñanza de la fe y de la disciplina de las comunidades. El primer documento solemne que conocemos es la carta de Clemente de Roma a la Iglesia de Corinto y, desde entonces, la jerarquía no ha dejado de intervenir en el campo de la fe y de la moral. Esto lo recoge el Concilio Vaticano II cuando afirma: “La infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese la Iglesia cuando define la doctrina de la fe y de las costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad” (LG 25). En la misma línea intervino la “Veritatis splendor”, al rechazar la opinión de quienes enseñan que “el Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para ‘exhortar a las conciencias’ y ‘proponer los valores’ en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida” (nº 4). Por el contrario, la encíclica dice que la misión del Magisterio es: “Discernir los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe. Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la Iglesia enseña a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una importante labor de vigilancia, advirtiendo a los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos” (nº 110).

Pero la misión de la jerarquía no es sólo alentar, vigilar y enseñar la doctrina en relación a la vida moral, sino que goza de la potestad de jurisdicción por la que puede emitir leyes positivas que vinculan la conciencia de los fieles. Éstas están recogidas en el Código de Derecho Canónico. Por último, no hay que olvidar, con respecto a la “ley nueva” que emana del Evangelio que “la tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad” (VS nº 25). El Magisterio tiene, pues, el deber de exponer la ley moral evangélica, de “defenderla y de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico y algunas afirmaciones filosóficas con la verdad revelada” (VS nº29).