Escuelas morales erróneas

La distinta valoración a las fuentes de la moralidad -vistas en el capítulo anterior- ha generado diversas escuelas de Moral. Algunas de ellas, muy difundidas, son claramente erróneas y como tales han sido identificadas por la Iglesia. Son, entre otras, la corriente fundamentalista, que destaca el valor supremo de la opción fundamental; la corriente finalista y la circunstancialista.

Dentro de las distintas escuelas de Teología moral hay una que se identifica plenamente con la doctrina de la Iglesia. Es la llamada “corriente realista”. Sostiene que el “objeto” es la “fuente” principal en la valoración ética de una acción. Frente al “fin” y las “circunstancias”, lo que verdaderamente decide la bondad o malicia de una acción es el “objeto”. Y cuando el “objeto” es intrínsecamente malo, ni el “fin” ni las “circunstancias” lo justifican. Así lo reconoce la “Veritatis splendor”, en el nº 82, al afirmar: “La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicación auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes”.
Varias son las escuelas que se separan de esta doctrina y que, con mucho éxito, inducen al error.
La “escuela fundamentalista” gira en torno a la doctrina de la “opción fundamental”. En esta escuela, con frecuencia se contraponen “opción fundamental” y “actos singulares”. En consecuencia, los actos morales no son buenos ni malos, sino en la medida en que responden a la “opción fundamental” previamente asumida. Sin embargo, tal y como denunció Juan Pablo II en la “Veritatis splendor” (nº 67), cuando la opción fundamental no va acompañada de actos singulares buenos, se reduce a “buenas intenciones”. Además, la bondad o malicia del actuar del hombre responden a los actos singulares y no a las disposiciones internas, aunque hayan sido asumidas “fundamentalmente”. Por último, la opción fundamental puede ser anulada por un solo acto singular.
Otra corriente errónea, enlazada con la anterior, es la que rechaza la división de los pecados establecida por el Concilio de Trento. Estos eran de dos tipos: veniales y mortales. Para esta escuela, en cambio, es muy difícil que una persona cometa un pecado mortal, por lo cual se propone una nueva división: veniales, graves y mortales. Los últimos sólo sucederían cuando el acto malo se une a una opción fundamental mala. En los demás casos, se trataría sólo de pecados graves, que no romperían la unión con Dios ni dañarían la “vida en Cristo”. Esta teoría fue rechazada por la exhortación apostólica “Reconciliación y penitencia” (cf. nº 17) y también por la “Veritatis splendor” (nº 69-70), que enseña que “se comete un pecado mortal cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado”.
Una última corriente unida a las dos anteriores y que, con ellas, forma la “opción fundamentalista”, es la que tiende a sobrevalorar la conciencia por encima de la norma, a la par que desprecia la ley natural y con ello la existencia de una ley objetiva y universal. Afirman también que no existe una moral específicamente cristiana y que en la Biblia no hay verdaderos preceptos que vinculen a las conciencias. De todo ello concluyen que no existe nada que sea “intrínsecamente malo”, puesto que, en el fondo, todo puede ser justificado por el fin o por las circunstancias. También, como en los casos anteriores, fue condenada esta teoría en la “Veritatis splendor” (nº 67, 78-82) y en la “Evangelium vitae”, que afirma: “Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón y proclamada por la Iglesia” (nº 62). En realidad, negar que existen actos reprobables en sí mismos, es minar en su base la vida moral. La negación de actos intrínsecamente malos es el primer golpe que provoca un deslizamiento de la moral hacia un relativismo ético imparable.

Aunque en las tres corrientes anteriores, que son en realidad tres rostros de una sola ideología, aparece la cuestión del fin como superior al objeto, esto se ha visto puesto más en evidencia en otra corriente, llamada por ello “finalista” o “teleológica”. El finalismo ético no considera si la acción en sí es buena o mala, sino que sostiene que la fuente de la moralidad es el fin que se proponga el agente, así como los bienes que se sigan. Esta corriente procede del utilitarismo moral, según la cual el bien y el mal dependen en última instancia de los efectos que se sigan de la acción.

Dentro de esta corriente hay dos sectores. Uno es el del “consecuencialismo ético”, para el cual la eticidad está en que la suma final de bienes supere a los males que se sigan a una acción concreta. Otro es el “proporcionalismo ético”, que afirma que el acto es éticamente bueno si existe proporción entre los bienes que se consiguen y los males que se evitan. Algunos moralistas católicos se han sumado a las teorías finalistas, pero desde la fe es imposible adherirse a ellas. La encíclica “Veritatis splendor” las rechaza tajantemente, porque en ningún caso el fin puede justificar los medios: “El obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena… Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad” (nº 72).

Por último, estaría la corriente que ensalza, por encima de todo, el valor de las circunstancias. Es el circunstancialismo. Históricamente apareció antes que las teorías ya citadas. Pío XII ya la condenó en un radiomensaje emitido el 23 de mayo de 1950. Fue llamada entonces “moral de situación”. El Santo Oficio la condenó oficialmente el 2 de febrero de 1956. Para esta corriente, el mal y el bien dependen de cierto juicio íntimo y luz peculiar de la mente en cada individuo, por cuyo medio viene a conocer, en cada situación concreta, lo que ha de hacer. Esto deriva, obviamente, en un subjetivismo relativista. Nadie duda del valor de las circunstancias a la hora de formular el juicio ético, pues condiciona la vida moral de cada persona de muchas maneras. Pero el circunstancialismo exagera ese valor y hace depender sólo de las circunstancias la valoración del acto moral, sin que puedan darse actos intrínsecamente malos. A ello se refirió también la encíclica “Veritatis splendor”: “Sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto… Las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección” (nº 89).