Pecado y conversión (I)

La Teología moral es, como ya se ha visto, una parte de la Teología que profundiza en el mensaje ético que se desprende de las enseñanzas de Cristo. Nos indica, pues, cómo debemos vivir para ser buenos cristianos. Pero no puede ignorar una realidad: que no siempre hacemos lo que debemos hacer. Es decir, que pecamos. Cosa que olvidan hoy algunas corrientes teológicas.

Fue Pío XII el primero de los Papas contemporáneos que alzó la voz de alarma para denunciar una realidad que entonces era sólo incipiente: la pérdida del sentido del pecado, la confusión entre el bien y el mal, de forma que cada vez hay más gente que ya no sabe distinguir entre una cosa y otra, e incluso hay muchísimos que ni se plantean la cuestión. El problema es gravísimo y lo es por dos cosas: en primer lugar, porque se hace el mal creyendo hacer el bien, con lo que se hace sufrir al prójimo aun sin ser plenamente consciente de ello, y además no hay posibilidades de mejoría porque no se tiene la conciencia de que debe cambiarse de comportamiento. También es grave por un segundo motivo: el pecador que sabe que lo es, puede experimentar el amor de Dios al descubrir que el Señor le sigue queriendo; de ahí se pasa a la conversión, que supone un acercamiento agradecido al Señor y un cambio de vida; en cambio, el pecador que ignora su realidad, no sólo no experimenta el amor divino, sino que tampoco siente necesidad de convertirse. Sin conciencia de pecado, pues, no hay ni conciencia de ser amado por Dios ni necesidad de conversión. Por eso, la difuminación del sentido del pecado introduce al hombre en un mundo de tinieblas que el sol que representa la luz de Cristo apenas puede atravesar.

Es posible, según opinan muchos teólogos, que esto que está sucediendo no sea más que una reacción a una situación anterior marcada por una excesiva obsesión por el pecado. Desde el siglo XVII, la Teología moral giró en torno al pecado, pues se trataba de preparar al sacerdote para el ejercicio de la confesión sacramental. Ligado a esto, y siguiendo una corriente que atraviesa las Edades Media y Antigua para enlazar con el judaísmo y con otras religiones, se insistía en una espiritualidad que buscaba motivar el comportamiento humano con el miedo al infierno; esta espiritualidad necesitaba describir incluso con minuciosidad qué pecados eran merecedores de tan terrible castigo, para cargar las tintas emocionales en el abandono de ese tipo de comportamientos nocivos. Las conciencias agobiadas y escrupulosas, son un fruto típico de este tipo de espiritualidad. Pero, si entonces hubo excesos, hoy se ha pasado al extremo contrario. Se acusa a la vieja Teología moral no sólo del agobio de las conciencias, sino de fomentar un legalismo exagerado, privatizar la penitencia con la práctica exclusiva de la confesión y caer en un reduccionismo moral que insiste sólo en los pecados sexuales mientras olvida los sociales. Pero mientras se hacen estas graves acusaciones, no se están ofreciendo los remedios necesarios no sólo para corregir los males que se censuran, sino para instaurar en el individuo la recta y madura conciencia moral. Si todo lo anterior tenía inconvenientes y exageraciones, debemos afirmar que los inconvenientes de la Teología moral enseñada hoy y asumida por la mayoría son muchísimo más grandes y peligrosos. Tanto que, simplemente, la conciencia moral está al borde de la extinción, al menos en la práctica de muchos, quizá de la mayoría.

Por todo ello es necesario empezar a estudiar en qué consiste el pecado. Y empezar por donde debe ser el principio de todo estudio teológico cristiano: por la Biblia.

En el Antiguo Testamento se utilizan tres términos para designar el pecado: “hatta’t”, “pesa” y “awon”. El primero significa “desviarse”, “separarse del camino o de la norma”, “dar un paso en falso”, y aparece 523 veces. El segundo significa “rebelarse” o “sublevarse” y tiene la connotación no sólo de infidelidad sino también de delito; se encuentra en 135 textos. El tercero se menciona 244 veces y significa “equivocarse” culpablemente. Además hay otros términos para pecados más específicos, como “nebalah” (infamia), “n’balah (crimen e impiedad), “ma’al” (acción mala, perfidia). En resumen, pecar es desviarse, separarse del camino, incumplir una norma, dar un paso en falso, rebelarse y sublevarse, ser infiel.

En cuanto a la actitud divina ante el pecado que nos muestra el Antiguo Testamento, oscila entre el castigo y el perdón, según la actitud del hombre una vez cometido el pecado. En los once primeros capítulos del Génesis, en realidad lo que se está contando no es el origen y desarrollo de la humanidad, sino la actitud de Dios frente a la conducta del hombre. En el fondo es una crónica de los pecados del hombre, que ha respondido ingratamente al amor de Dios manifestado en la creación.

Con Abrahán surge un “resto bueno y fiel” en la humanidad, con el cual Dios va a hacer una alianza. Alianza que Dios va a cumplir a lo largo de los siglos, pero que los miembros del pueblo elegido con frecuencia van a violar, obligando con ello a Dios a castigarlos de diversos modos para enderezar su desviado comportamiento.

En resumen, según el Antiguo Testamento, el pecado supone la transgresión de un precepto de Yahvé, transgresión que no deja nunca indiferente a Dios, el cual exige la expiación y penitencia por los pecados cometidos. Estos pecados pueden ser personales o colectivos, pueden afectar exclusivamente a Yahvé (idolatría) o a otras personas (pecados sexuales, injusticias sociales), pero en todos los casos tienen una connotación religiosa, pues quien hace daño al prójimo está haciendo daño a Dios. Por último, Yahvé está siempre dispuesto al perdón, pero pone como condición que exista un sincero arrepentimiento.

En cuanto al Nuevo Testamento, la doctrina sobre el pecado es aún más abundante que en el Antiguo. En los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), los términos más usuales son “amartía” (24 veces), que traduce el hebreo “hatta’t” con la significación de “desviarse”; “anomía” (4 veces), que significa “iniquidad” y también se menciona “adikía” (injusticia) y “asébeta” (impiedad). Se insiste en que todos los hombres son pecadores; se condenan no sólo los pecados que implican cometer actos malos sino también los internos y los de omisión, con especial importancia para el pecado de escándalo; se condenan acciones concretas, no reducibles a la “opción fundamental”, sobre todo los pecados que hacen sufrir al prójimo. Y, sobre todo, es continua la invitación a la conversión y a la penitencia. Una excepción a obtener el perdón es el “pecado contra el Espíritu” (Mt 12, 31-32). San Juan usa sobre todo el término “amartía” (34 veces) y también subraya que todos somos pecadores y que la misión de Jesús es quitar el pecado del mundo. Para este evangelista, el hombre comete el pecado a instancias del diablo y su origen está en las tres concupiscencias (1 Jn 2, 16-17). El pecado consiste en no cumplir los mandamientos, sobre todo el “mandamiento nuevo” y usa la contraposición entre pecado y gracia con imágenes como tiniebla y luz.