Los profetas. Daniel

El libro del profeta Daniel es único en su estilo. Por un lado, tiene características literarias que le harían figurar en la literatura apocalíptica, pero, por otro, tiene elementos del género narrativo. Además, está escrito en dos épocas muy distintas, aunque con características de persecución que las hacen similares. Incluso está escrito en dos idiomas diferentes.

El libro de Daniel no debe ser considerado, según algunos autores, entre los libros proféticos, sino entre la literatura llamada “apocalíptica”, debido a sus características literarias y a su contenido. Nosotros lo incluimos entre los profetas porque así lo ha hecho la tradición de la Iglesia, que consideró a Daniel como uno de los llamados “profetas mayores”.
Es un libro con unas características que le hacen único. Es bigenérico (narrativa y apocalíptica), bilinguístico (arameo y hebreo) y bitemporal (escrito una parte en el siglo VI antes de Cristo y otra parte en el siglo II antes de Cristo). Cuenta la historia de un gran sabio, inspirado por Dios (igual que los profetas), capaz de interpretar los signos de los tiempos como nadie antes que él. Sus visiones son reconocidas como genuinas experiencias espirituales, a pesar de la forma a veces fantástica en que están expresadas.
Los estudiosos dividen el libro en dos partes, A y B. Daniel A hace una crítica dura y eficaz contra los poderes políticos de su tiempo, como Antíoco IV Epífanes, por lo cual fue recibido por los oprimidos como una buena nueva. Esta parte está formada por relatos breves sobre Daniel, sabio judío de la corte de Babilonia.
Daniel B tiene la pretensión de revelar los secretos más profundos del universo y de la historia universal; trata del significado último de la creación, del propósito definitivo de todo cuanto existe. Daniel está convencido de haber llegado al final de los tiempos y de estar dotado del carisma de la comprensión y por eso expresa sus visiones en forma apocalíptica. Esta parte está escrita en torno al año 160 antes de Cristo y se puede considerar como el primer apocalipsis de la Biblia, precursor del que forma parte del Nuevo Testamento.
Daniel presenta una sinopsis de la historia sin precedentes. La divide en cuatro periodos sucesivos de decadencia. Quizá por eso este libro, como el conjunto de la literatura apocalíptica, era leído -y probablemente escrito- como un manifiesto político, que prometía a la gente oprimida un Reinado divino que traería consigo juicio y aniquilación para los poderes opresores y bendición y triunfo para los perseguidos. El lenguaje que se utiliza es de tipo simbólico (algunos lo llaman mítico). Así, por ejemplo, los imperios humanos que se van sucediendo son descritos en DN 7 como cuatro monstruos y animales híbridos que emergen de las aguas del océano y que representan el caos de los orígenes. Se dedican a hacer estragos en la tierra y a imponer progresivamente el mal, que llega hasta el mismo cielo y derriba por tierra parte de sus estrellas (8, 10). Dios pone fin a este derroche de brutalidad estableciendo un tribunal y delegando el juicio y el poder en el “hijo de hombre”, que aparece en escena entre las nubes del cielo, haciendo suyo así lo que se decía del dios Baal en la literatura cananea. Sorprende la readopción de un mito tan decididamente condenado por los profetas de Israel. La razón de su reaparición es que los apocalípticos eran conscientes del mal como una dimensión absoluta. Si debía ser derrotado, hacía falta algo más que carne, “pues nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los poderes cósmicos que dominan este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal que tienen su morada en el mundo celeste” (Ef 6, 12; cf. Dn 10, 20-11.1).
Como otros géneros bíblicos, el apocalíptico piensa que la historia tiene principio y fin, que no es un “eterno retorno”. Por eso también la existencia humana es finita, sin una reencarnación o karma que la renueve. En el mundo y en la vida humana, los acontecimientos son siempre únicos, no repetibles; la existencia sobre la tierra es finita; este mundo sólo dura un momento.
El libro de Daniel en su forma actual nace en el crisol de la primera persecución religiosa histórica, iniciada por Antíoco, a quien muchos judíos piadosos (o hasidim) consideraban la definitiva encarnación del mal. Desde esta perspectiva, está claro que las visiones de Daniel no son especulaciones abstractas, ni tratan de acontecimientos que deberían ocurrir muchos siglos después (Hitler, Stalin…), sino de los hechos que tuvieron lugar entre el año 167 y el 164 antes de Cristo, cuando Antíoco prohibió toda práctica religiosa judía, cuando circuncidar a un niño estaba castigado con la muerte, cuando personas de todas las edades morían como mártires por preferir honrar a Dios antes que al “César”. Los lectores de Daniel no tenían dudas de a quién se referían las imágenes y los símbolos que usaba el profeta, así como los nombres de personajes antiguos. Sabían que representaban en clave a ciertos poderes específicos del siglo II antes de Cristo. Cuanto más estragos hacían los tiranos, más cerca estaba el tiempo de la salvación. Cuando Antíoco -”el monstruo”- “entra en el hermoso país” (Israel) y acumula victorias “estará llegando a su fin sin que nadie le ayude” (Dn 11, 41-45). Además, Daniel enseña que la muerte (tanto individual como colectiva) no es la última palabra de Dios y por eso el capítulo 12 es el primer texto bíblico donde se habla de la resurrección de los justos, de los que fueron mártires por fidelidad a la religión. La resurrección está relacionada con un juicio divino universal. En Dn 7 se habla de los tronos celestes dispuestos para el juicio final sobre la tierra.
Una opresión se parece mucho a otra opresión. El mal tiene unas posibilidades de invención dramáticamente limitadas. En el siglo VI antes de Cristo con Nabucodonosor, en el siglo II antes de Cristo con Antíoco o en el siglo XX con el fascismo, el comunismo o el capitalismo salvaje y el laicismo, siempre se trata de erigir un ídolo que representa la megalomanía de ciertos individuos o sistemas que exigen devoción unánime. La estatua es de oro, pero su vientre es un crematorio, dispuesto a consumir a los disidentes, a los espíritus independientes que se resisten a desaparecer entre la masa (cf. Dn 3). La tiranía cree que durará para siempre. El nazismo y el comunismo pensaron que estarían presentes 1000 años. Y las víctimas de las máquinas ideológicas no pueden prever el final de su miseria. En respuesta, el profeta proclama su próximo fin y la cercanía del Reinado de Dios. Así mantiene encendida la lucha y la esperanza y, al hacerlo, acelera la hora final, la hora en que el tirano será derrotado.
La influencia de Daniel en el Nuevo Testamento está, sobre todo, en el uso de la expresión “hijo de hombre” por el propio Cristo. Esta expresión contenía en sí misma una cierta ambigüedad, la cual fue utilizada deliberadamente por Jesús para no provocar anticipadamente su propio final, acusado de blasfemia, como de hecho ocurrió cuando él consideró que ya había llegado la hora. Influyó también en el Apocalipsis de San Juan, tanto en el fondo como en la forma.
La liturgia cristiana usa el libro de Daniel en la fiesta de Cristo Rey (Dn 12, 1-3), para referirse a la resurrección. También, una vez cada tres años, en el domingo precedente se lee Dn 7, 13-14: la entronización del “hijo de hombre”.