Los profetas. Jeremías (I)

Jeremías es uno de los grandes profetas de Israel. Su libro es verdaderamente fascinante, tanto por la presentación que hace de Dios -siempre fiel a la alianza con el pueblo- como por la historia de sufrimientos que nos narra y que le acaecieron al propio profeta por su fidelidad a Yahvé. No en vano, esos relatos fueron vistos como un anuncio de los que sufriría Cristo.
El profeta Jeremías es una figura paradójica. Se preocupa profundamente por su pueblo, se identifica con su sufrimiento y lo llama repetidamente al arrepentimiento. Sin embargo, también les critica duramente por su pecado de infidelidad a Dios y pronuncia amenazas de destrucción. Su relación con Dios tiene un tono similar: lo mismo que obedece fielmente lo que el Señor le pide, tiene la libertad de exponerle sus quejas.
En este libro, Yahvé aparece con un doble aspecto. Es el creador y también el destructor. Es el que ha cuidado del pueblo durante siglos, sacándole de Egipto y dándole la tierra prometida y, a la vez, es el que -ante la infidelidad del pueblo- es el que está dispuesto a darle el más duro de los castigos, a abandonar la alianza que había hecho con Israel al comprobar que Israel la había roto primero. El castigo resultante, sin embargo, no es la última palabra; Dios promete transformar al pueblo con una nueva creación que conducirá a una nueva alianza.
El libro se puede dividir en una introducción, seis capítulos y una conclusión. En la introducción se nos cuenta la vocación de Jeremías (1, 1-19), con una mezcla de poseía y prosa. Especialmente hermosos son los versículos 4 al 10, que han quedado como modelo de la llamada de Dios a una vocación que implica sacrificio y de los temores que surgen en el hombre llamado a ello: “El Señor me dijo: ‘Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí; antes de que salieras del seno te consagré; como profeta de las gentes te constituí’. Yo dije: ‘¡Ah, Señor Dios, mira que yo no sé hablar; soy joven!’. Pero el Señor me respondió: ‘No digas: ¡soy joven!, porque adonde yo te envíe, irás; y todo lo que yo te ordene, dirás. No tengas miedo de ellos, porque yo estoy contigo para protegerte, dice el Señor’. El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: ‘Yo pongo mis palabras en tu boca. Mira, en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos para arrancar y destruir, para derribar y deshacer, para edificar y plantar’”.
El capítulo primero (2, 1 – 10, 25) contiene el anuncio de la destrucción inevitable de Israel debido a su infidelidad hacia Dios. “Hasta en la orla de tu vestido tienes sangre de los pobres y de los inocentes” (2, 34), le reprocha Yahvé al pueblo traidor. Sin embargo, en este capítulo lleno de reproches y amenazas también hay lugar para la esperanza: Dios advierte que salvará a un pequeño grupo, al “resto de Israel” de la destrucción.
El capítulo segundo (11, 1 – 20, 18) es más personal, pues nos muestras las reflexiones y quejas del profeta ante la persecución que se desata contra él por decirle al Pueblo lo que el Señor le ha mandado. A él pertenecen textos como estos: “Yo era como un manso cordero que es llevado al matadero, ignorante de las trampas que estaban urdiendo contra mí. ‘¡Destruyamos el árbol con su fruto, arranquémoslo de la tierra de los vivos y no se recuerde más su nombre!’” (11, 19). “Mis ojos se derriten en lágrimas, no che y día sin descanso, por el gran desastre que se avecina” (14, 17). “Cuando recibía tus palabras yo las devoraba; tus palabras eran mi delicia, la alegría de mi corazón, pues tu nombre se invocaba sobre mí, oh Señor Dios omnipotente” (15, 16). “Esto dice el Señor: ‘¡Maldito el hombre que confía en el hombre, que en el mortal se apoya y su corazón se aparta del Señor!… Bendito el hombre que confía en el Señor, y en el Señor pone su esperanza. Es como un árbol plantado junto al agua, que alarga hacia la corriente sus raíces” (17, 5-8). Y, quizá, el más hermoso de todos: “Tú me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir; has sido más fuerte que yo, me has podido. Me he convertido en irrisión continua, todos se burlan de mí. Pues cada vez que hablo tengo que gritar y proclamar: ‘¡Violencia y ruina!’. La palabra del Señor es para mí oprobio y burla todo el día. Yo me decía: No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre. Pero había en mi corazón como un fuego abrasador encerrado en mis huesos; me he agotado en contenerlo y no lo he podido soportar” (20, 7-9).
El capítulo tercero (21, 1 – 29, 32) es un alegato contra los reyes pecadores y los falsos profetas. Incluye el consejo que da el profeta a los gobernantes para que se sometan a Babilonia y eviten la destrucción, así como el consejo que da a los que han sido deportados.
El capítulo cuarto (30, 1 – 33, 25) es un texto de esperanza, con la promesa de que Dios restaurará a Israel después de haberla castigado. En este capítulo se incluye la promesa del Mesías: “Vienen días -dice el Señor- en que yo cumpliré la promesa que tengo hecha a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquel tiempo, en aquellos días, suscitaré a David un vástago legítimo, que ejecutará el derecho y la justicia en el país” (33, 14-16).
El quinto capítulo (34, 1 – 45, 5) se centra en la descripción de los últimos años del reino de Judá. Narra la detención de Jeremías, acusado de traidor; su encierro en la cisterna, en la que se hundió en el fango y de la que fue sacado gracias a un eunuco. Narra también los últimos días antes de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor y los hechos posteriores.
El sexto capítulo (46, 1 – 51, 64) recoge los llamados “oráculos contra las naciones” o profecías contra los pueblos extranjeros, sobre todo Egipto, Moab, Amón, Damasco e incluso Babilonia, a pesar de que Jeremías se había mostrado en todo momento partidario de la alianza de Judea con ese país y con su rey, Nabucodonosor, al que considera enviado por Dios para darle al pueblo de Israel el castigo que merecían sus infidelidades. Por último, un oráculo anuncia el regreso de Israel a la vieja tierra prometida, después de que Dios hubiera perdonado su pecado ante el arrepentimiento que siguió al castigo.
La conclusión (52, 1-34) del libro de Jeremías representa una vuelta atrás en la historia ya contada, pues narra otra vez la toma de Jerusalén por el rey de Babilonia y el destierro de los notables del pueblo a la capital de los caldeos.
El resumen del libro es que Jeremías, que vive en una situación política muy difícil -con Babilonia acechando al reino de Judá, el cual se inclinaba a apoyarse en el rival de Babilonia, Egipto-, invita a los judios a confiar en el Señor y a volver al cumplimiento de la alianza que Yahvé había pactado con el pueblo de Israel. Jeremías interpreta el castigo no como una venganza sino como una purificación de los pecados cometidos. Por eso, el castigo no era la última palabra, sino la ocasión de un nuevo comienzo, una nueva creación, una nueva alianza.
            Algunos autores creen que el libro de Jeremías habría estado compuesto por tres autores distintos. Posiblemente, lo que ocurrió es que los oráculos que en él se recogen fueron pronunciados a auditorios diferentes y por eso tienen estilos diversos. No hay que olvidar que, dada la vida de Jeremías, una parte de su libro pudo ser redactada por algún discípulo después de su muerte, recogiendo las palabras que le había oído o dando testimonio de lo sucedido.