El libro del Génesis (II)

En los dos primeros capítulos del Génesis se afronta la cuestión del origen del mundo y del hombre. Teorías modernas, como la del “big bang” o la de la evolución de las especies, no están necesariamente reñidas con la enseñanza bíblica, siempre y cuando se entienda ésta como una enseñanza de fe que, para hacerse comprensible, utiliza un lenguaje simbólico.

El origen del mundo, como se dijo en la lección anterior de este curso de Biblia, está narrado en el primer capítulo del Génesis y en parte del segundo. Concretamente, en Gén 1, 1-2, 4a. El resto del capítulo segundo (Gen 2, 4b-25) está dedicado a la creación del hombre. La enseñanza catequética de este fragmento -como también se dijo- consiste en que Dios es el autor de cuanto existe, que todo lo ha hecho bien y por lo tanto no es responsable del mal en el mundo, y que hay que agradecerle a Dios lo que ha hecho dedicándole un tiempo especial para ello, el “sábado”, el día dedicado a honrar al Señor y agradecerle la creación. Además, y con respecto al hombre, el autor del libro del Génesis quiere dejar claro que el hombre es el culmen de la creación y que es voluntad divina la complementariedad de los sexos.
Ahora bien, con respecto al origen del mundo, el creyente de nuestra época se encuentra “asaltado” por una gran variedad de teorías, más o menos probadas por datos. Algunas de esas teorías están en continua modificación, en función de los nuevos descubrimientos, y otras se ven interpeladas de raíz por nuevas hipótesis que las rechazan de plano. Desde la teoría del “big bang” a la de la evolución de las especies, muchas son las hipótesis con las que se pretende dar una explicación científica a la existencia del mundo y a la existencia de la vida y del hombre en nuestro mundo particular, que es la tierra.
Lo primero que hay que recordar es lo que ya se ha dicho repetidas veces sobre el lenguaje bíblico y la interpretación de sus afirmaciones. Sobre todo en esta parte del Antiguo Testamento, que narra lo ocurrido en la “prehistoria”, es fundamental distinguir entre la literalidad de lo que se dice y la verdad revelada que hay en lo que se dice. Por no haber entendido esto a tiempo, se produjo el famoso enfrentamiento entre los que defendían que la tierra era el centro del universo y los que sostenían que giraba alrededor del sol (caso Galileo). A nosotros, lo mismo que al autor bíblico, lo que nos importa es esa verdad profunda, esa enseñanza que nos aportan estos capítulos bíblicos, al margen de la forma en que nos la narran. Por eso, afirmamos y creemos que Dios es el creador del universo y que ha sacado eso de la nada, es decir, que no había una materia preexistente que Él utilizó. Afirmamos y creemos que intervino de forma directa para crear al hombre, el cual no fue el primer ser creado; también decimos que para crear al hombre y hacerle a su imagen y semejanza (con alma y no sólo con cuerpo) utilizó una materia preexistente, simbolizada por el barro del que habla la Biblia. sobre esta materia infundió su espíritu, gracias al cual el hombre es lo que es. ¿Está esto reñido con una concepción evolucionista de la creación. No, siempre y cuando ese evolucionismo se sitúe en el campo estrictamente biológico, pues no hay problema en afirmar que el “barro” bíblico bien podría ser el primate evolucionado del cual, con un salto evolutivo que para nosotros es la intervención directa de Dios, surge el primer “homo sapiens” con el que comienza nuestra especie.
Hay quien dice que debemos demostrar que esa intervención de Dios se produjo, tanto en el origen del mundo como en el origen del hombre. Es, ciertamente, una cuestión de fe, aunque no de una fe absurda, pues es bien posible. En todo caso, se les puede argüir que son ellos los que deben demostrar que esa intervención divina no se produjo, lo cual, al menos en lo referente al origen del mundo, es mucho más difícil de conseguir.
Esta forma de ver las cosas, además, coincide con la que tenían no sólo los autores inspirados de esos capítulos del Génesis, sino el mismo pueblo de Israel al cual iban dirigidos estos textos. El hombre antiguo pocas veces se interesó por los temas teóricos. Le preocupaba lo concreto y lo vivencial, las respuestas a las grandes preguntas que le ayudaran a vivir. Necesitaba esas respuestas porque no podía dejar de preguntarse de dónde procedía un mundo cuya grandiosidad le fascinaba y le aterraba a la vez. Esta cuestión la afrontaron todos los pueblos de la antigüedad y todas coinciden en considerar obra de Dios -o de los dioses- el mundo de los hombres. Hoy no supone ningún problema admitir que algunas de esas “cosmovisiones” o interpretaciones del origen del mundo que había en culturas anteriores a la israelita, influyeron en ésta. Un ejemplo es el “Poema de la creación” de la mitología sumero-acadia. Allí se indica que, antes de ser hecho el mundo, todo era un inmenso caos; en un determinado momento, comenzaron a diferenciarse dos principios húmedos. el océano de aguas dulces, personificado por el dios Apsu, y el océano de aguas saladas, personificado por la diosa Tiamat. De la fusión de ambas divinidades surgió la tierra, inmenso disco plano bordeado de montes. El dios Apsu, su custodio, la humedeció con numerosos ríos. Los dos primeros seres vivients habrían sido Lahmu y Lahamu, serpientes monstruosas que engendraron a Akshar (fuerza masculina) y a Kishar (fuerza femenina). Ambas fuerzas pusieron en marcha el mundo celeste y el terrestre y de la fusión de estos (cielo y tierra) surgió una tríada de dioses: Anu, Enlil y Ea. Anu pasó a ser el señor de los cielos, por lo que debía venerársele como padre de todos los dioses, pero se ocupaba poco de los humanos y fue suplantado en el interés de los hombres por Marduk, que sí se preocupaba por lo que sucedía en el mundo y que llegó a convertirse en el dios supremo.
Por su parte, Enlil -señor del aire y de la tierra- era el consejero de todos los dioses y procuraba que los humanos se portasen bien, castigando a los malos. Fue él quien decretó el gran diluvio que a punto estuvo de destruir a la humanidad. En cuanto a Ea, era la que custodiaba los océanos y se convirtió en la abogada defensora de los humanos.
No cabe duda de que hay similitudes entre la interpretación sumeria del origen del mundo y la bíblica. Pero también hay grandísimas diferencias. Por ejemplo, la creación para la Biblia no consiste en poner orden en el caos; Dios no es un “ordenador”, sino un creador, alguien que hace existir algo que antes no existía. Además, no hay muchos dioses, sino uno solo y por ello ni hay rivalidad entre los dioses -como entre Anu y Marduk- ni tampoco hay posibilidades de apoyarse en uno para utilizarlo como aliado a fin de engañar o seducir al otro.

Lo mismo podemos decir si nos fijamos en otras “cosmologías”, como la egipcia, con la que también estuvieron en contacto los autores bíblicos. En todas ellas, sin embargo, el mundo y el hombre habían sido creados por la divinidad y esa creación era un regalo a agradecer.