El libro del Génesis (III)

Siguiendo con el análisis de los dos primeros capítulos del Génesis, en los que se narra la creación del mundo, descubrimos que en realidad en ellos se superponen dos relatos distintos -no contrapuestos- sobre esa creación. Son el resultado de dos tradiciones diferentes que se habían transmitido oralmente y que el autor sagrado, muy respetuoso, decide trasladar a la posteridad.

En el libro del Génesis hay dos formas de presentar la creación del mundo por Dios. La primera (Gén 1, 1-2, 4a), aunque figure antes, fue escrita bastante después. su redacción se atribuye a algún sacerdote el siglo V antes de Cristo y en ella predomina un interés litúrgico. Por eso se le llama relato sacerdotal o relato “elohista”, pues a Dios se le llama siempre con el término hebreo “Elohim“.
La otra forma de describir el origen del mundo está en Gén 2, 4b-25. Se vincula con algún escriba del tiempo del rey Salomón, allá en los albores del siglo X antes de Cristo. Este relato se denomina “yahvista”, porque cuando alude a Dios siempre lo llama “Yahvé”. Ambos relatos circularon de forma independiente, oralmente y también por escrito, hasta que un recopilador -quizá en el siglo IV antes de Cristo- los fusionó, incorporándolos al libro del Génesis. Los ensambló de una manera muy sencilla y respetuosa con el contenido de ambos: colocándolos uno detrás del otro.
Para entender el relato más antiguo, el “yahvista”, no hay que olvidar que su autor era probablemente un beduino que se dirigía a beduinos, y éstos carecen de sentido de abstracción. Así se explica que, al cuestionarse por lo que pudo haber antes de iniciarse la creación, el “yahvista” no recurra al concepto de la nada, porque éste es un concepto abstracto. Lo hace a su modo, sugiriendo que antes sólo había un inmenso desierto sin una gota de agua, pues para los beduinos, en un desierto así nada puede subsistir. En el desierto, Yahvé hizo brotar un manantial del que surgieron cuatro ríos, los cuales dieron vida a un jardín en el corazón mismo de aquel erial, con todo lo que el hombre podía necesitar para sobrevivir. Así es como de la nada surge un todo y ese todo tiene un nombre: mundo. En cuanto a la creación del hombre, Dios se nos muestra como un consumado artesano, que moldea la arcilla a la perfección y por eso hace al hombre a base de una figura de barro creada por él mismo, tal y como haría un alfarero.
Por lo tanto, el “yahvista” presenta la creación del mundo y del hombre con un estilo pintoresco e infantil, pero de una profunda observación de la psicología humana. Su relato es como una parábola oriental llena de ingenuidad y frescura. Para ello se valió de antiguos relatos sacados de los pueblos vecinos. En efecto, las antiguas civilizaciones asiría, babilónico y egipcia habían compuesto sus propias narraciones sobre el principio del cosmos, que hoy podemos conocer gracias a las excavaciones arqueológicas realizadas en Medio Oriente. Y resulta sorprendente la similitud entre estos relatos y el de la Biblia.
El “yahvista” recogió estas tradiciones populares y concepciones científicas de su tiempo, y las utilizó para insertar un mensaje religioso, que era lo único que le interesaba: Dios es el creador de todo lo que existe, incluido el hombre, y de ahí proceden sus derechos y los deberes del hombre para con él.
Para entender el relato sacerdotal o “elohista” hay que saber algo sobre el momento en que se compuso. Cuatro siglos después de haberse compuesto el primer relato, el “yahvista”, una catástrofe vino a alterar la vida y la fe del pueblo judío. Corría el año 587 antes de Cristo y Nabucodonosor conquistó Jerusalén y se llevó cautivo al pueblo. Y allá en Babilonia fue la gran sorpresa. Los primeros cautivos comenzaron a arribar a aquella capital y se dieron con una ciudad espléndida. Ellos, que se sentían orgullosos de ser la nación bendecida y engrandecido por Yahvé en Judea, no habían resultado ser sino un modesto pueblo de escasos recursos frente a Babilonia. El templo de Jerusalén, edificado a todo lujo por el gran rey Salomón, y gloria de Yahvé que lo había elegido por morada, no constituía sino un pálido reflejo del impresionante complejo cultual del dios Marduk.
La situación no podía ser más decepcionante. Los babilonios habían logrado un desarrollo mucho mayor que los israelitas. ¿Para qué habían rezado tanto a Yahvé durante siglos y se habían abandonado confiados en él, si el dios de Babilonia era capaz de dar más poderío, esplendor y riqueza a sus devotos? Se desmoronaron, entonces, las ilusiones en el Dios que parecía no haber podido cumplir sus promesas, y el pueblo en crisis comenzó a pasarse en masa a la nueva religión de los conquistadores, con la esperanza de que un dios de tal envergadura mejorara su suerte y su futuro. Ante esta situación que vivía el decaído pueblo judío durante el cautiverio babilónico, un grupo de sacerdotes, también cautivo, comienza a tomar conciencia de este abatimiento de la gente y reacciona. Era necesario volver a catequizar al pueblo.
La religión babilónica que estaba deslumbrando a los hebreos era dualista, es decir, admitía dos dioses en el origen del mundo: uno bueno, encargado de engendrar todo lo bello y positivo que el hombre observaba en la creación; y otro malo, creador del mal y responsable de las imperfecciones y desgracias de este mundo y del hombre. Además, allí en la Mesopotamia pululaban las divinidades menores a las que se le rendían culto: el sol, la luna, las estrellas, el mar, la tierra. Aquellos sacerdotes comprendieron que el viejo relato de la creación que tanto conocía la gente estaba superado. Había perdido fuerza. Era necesario escribir uno nuevo donde se pudiera presentar una vigorosa idea del Dios de Israel, poderoso, que destellara supremacía, excelso entre sus criaturas. Comienza así a gestarse Gn 1.

Por eso, lo primero que llama la atención en este nuevo relato es la minuciosa descripción de la creación de cada ser del universo (plantas, animales, aguas, tierra, astros del cielo) a fin de dejar en claro que ninguna de éstas eran dioses, sino simples criaturas, todas subordinadas al servicio del hombre (v. 17-18). Contra la idea de un dios bueno y otro malo en el cosmos, los sacerdotes repiten constantemente, de un modo casi obsesivo a medida que va apareciendo cada obra creada: «y vio Dios que era bueno», o sea, no existe ningún dios malo creador en el universo. Y cuando crea al ser humano dice que era «muy bueno» (v. 3 l), para no dejar así ningún espacio dentro del hombre que fuera jurisdicción de una divinidad del mal. Finalmente, el Dios que trabaja seis días y descansa el séptimo sólo quería ser ejemplo para volver a proponer a los hebreos la observancia del sábado. De esta manera la nueva descripción de la creación por parte de los sacerdotes era un renovado acto de fe en Yahvé, el Dios de Israel. Por eso la necesidad de mostrarlo solemne y trascendente, tan distante de las criaturas, a las que no necesitaba ya moldear de barro, pues bastaba su palabra creadora.